El roce en tu mejilla

 

Imagen del blog de Silvia Plana Pintoretto (http://ilustracion-pintoretto.blogspot.com)
Imagen del blog de Silvia Plana Pintoretto (http://ilustracion-pintoretto.blogspot.com)

Dicen los que cuentan cuentos que, a veces, los sueños dominan la realidad y nos abren puertas hacia secretos deseos que desconocíamos.

Las conexiones neuronales de nuestros cerebros (ese cuyos perjúmenes nos sulibellan cuando quieren), nuestras percepciones (engañosas las más de las veces), lo que olemos, tocamos y saboreamos, se mezcla en extrañas vías paralelas y nos arrastra hacia caminos inextricables. Entramos en bosques de acero como quien entra a un jardín de acacias, paseamos por valles de fuego como si las llamas fueran de caramelo, jugamos con la luz como si pudiésemos asirla, el puntillismo se convierte en una colección de galaxias o el roce de la lana, de repente, nos hace cosquillas en el paladar…

Son sueños de plastilina, de madera viva, de hierro con sabor a menta… son sueños de dibujos animados, sueños en blando y negro, sueños sin forma amarilla o sueños que cantan alegres réquiems. Son sueños de azúcar glasé que brota de tallos verdes, campañas de políticos afónicos, tacones planos envueltos en nubes, una película hecha sólo de créditos, una canción de una sola nota que, sin embargo, no suena. Sueños con personalidad propia e impropia. Sueños emergentes, divergentes o detergentes.  Esos sueños pueden ser tan reales que, a veces, nos despertamos llorando. Continuar leyendo «El roce en tu mejilla»

Nos despertamos. Creemos que nos despertamos. Y ya nunca nada vuelve a ser igual. Esa fracción de tiempo que flota en el aire, ese margen de tiempo en el que todo es tan firme como el agua, ese entorno asfixiante de liberación infinita que, hasta hace un momento, era nuestra única realidad, ese abismo en nuestro espacio, esa miseria del alma enrarecida… eso es el roce en tu mejilla.

Ayer estabas en mis sueños. Eras tan real que me enamoré de ti. Vivimos una vida juntos. Recuerdo vagamente el momento en que te conocí, los hijos (3 o 7) que tuvimos juntos, el día de nuestro compromiso ante un millón de estorninos, la primera vez que te dije «te quiero», el accidente en aquella carrera de caracoles del que nos salvamos por los pelos, nuestro primer hogar, dulce; aquella pelea en la que me tiraste un pan bimbo y nos reímos de Punset, el primer camión de bombonas de butano de juguete que tuvo nuestra hija, el césped brillante sobre el que te sentabas a leer, la sensación de amor salvaje que me invadía al mirarte sentado fuera, mientras yo tomaba un té en la cocina (¿o era el dormitorio… o el salón?).

Recuerdo cómo me mirabas mientras tú creías que dormía, el miedo cuando ellos crecían, tu mano de huellas en la mía, las discusiones por el gato/perro/ornitorrinco que brincaba en la terraza (¿o era un jardín?). Los besos eternos, eternos, eternos, eternos… También recuerdo cada marca de tu cuerpo, blanco, mío, suave, delicado, firme… Cada pliegue de tu piel envejecida por el tiempo. Y seguí amándote a través de las arrugas y te seguí mirando y me seguiste mirando y el ornitorrinco/gato/perro seguía allí enredado en nuestros pies de zapatillas y periódico y libros no digitales.

Recuerdo las carreras para llegar a la facultad de pizzas, los nervios de un examen que no recuerdo de qué era, tus palabras sin sentido que cobraban vida y echaban a andar sobre aquel terraplén de grava, cuando no echaban a correr hacia el alfeizar de la ventana desde la que te asomabas a no despedirme porque nunca me iba…

Recuerdo lo guapísimo que estabas cuando ya no te fijabas en mi pelo, y lo lejos que quedaban tus manos cuando la casa de cinco teras empezó a desmoronarse… y lo cerca que estaban tus labios del espejo cuando te viste por fin y llegaste corriendo con aquel libro debajo del brazo y me dijiste que ya lo entendías todo, que ahora podrías empezar a fabricar cristales de azúcar moreno…

Cuando todo parecía ser un bucle perfecto en el que oía coches frenando, barcos en el puerto, cielos cargados de cigüeñas que ya nunca se van, flores rojas que nunca se secan, Esperanza Spalding (¿estaba en el despertador?) susurrándome «Little fly» de William Blake, tú diciendo que los mosquitos eran para el verano, niños armando un escándalo horroroso, el sol haciéndome cosquillas en la playa a la que nunca voy, el sudor de alguien que no sé quién es… cuando todo parecía ser algo tangible, entonces desperté.

En ese puente entre la actividad neuronal del no yo y mi personificación más allá del holograma… en ese momento en el que aún no sabemos si somos o no somos… en ese salto al vacío, juro, prometo, que eras tan real que me enamoré de ti. Y me atrevo a apostar algo… sentí el roce de tu mejilla.

Y es todo lo que me queda.

 

La escritora de cuentos

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una chica que se dedicaba a escribir cuentos en sus ratos libres (que eran pocos). Era ésta una chica animosa, de grandes ojos y manos ágiles, como pequeñas alas que se deslizaban sobre el teclado acariciando las teclas, que pulsaba, a veces suavemente, a veces con más energía, todo con el fin de que sus pensamientos no quedaran atascados en su mente, con la intención de sacar de su cabeza todas aquellas ideas de lo más profundo de su ser… bueno, ella sabía que salían gracias a las sinapsis de sus conexiones neuronales (porque Punset no paraba de repetirlo). Le gustaba mucho el método científico y deductivo y no dejaba que cualquier charlatán la embaucara con pulseras mágicas o leyendas urbanas. Cuando algo olía mal, por lo general es que era una patraña. Tenía ella un sexto sentido para estas cosas…

Para escribir sus cuentos se documentaba, se inspiraba en la realidad y luego, a veces, inventaba… La realidad es maravillosa, es una magnífica fuente de inspiración. ¿Qué hay más mágico que una gota de lluvia, cuál puede ser su historia, su proveniencia, su composición…? ¿O cómo no investigar sobre las mariquitas para saber cuántas especies hay, o cuáles son sus enemigos naturales? Navegar por las estaciones del año, perderse en el mar, entrar en la que podría ser la “vida” de un electrón o intuir qué piensa el cuerpo cuando el corazón empieza a tener problemas…

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La cantidad de temas era inmensa y ella intentaba escribir historias alegres, pero a veces la inspiración tiene sus propios caminos y surgían historias tristes de guerra entre hombres, situaciones de violencia inusitada, o la visión de cómo se apaga una vela en un tempus fugit sobrecogedor…

Aquel día sus manos decidieron que, como siempre, harían lo que les viniera en gana… porque en realidad no era ella la que escribía: los cuentos se escribían solos, iban desmadejándose de manera propia, nacían de algo que ya estaba ahí. Nuestra escritora de cuentos se sorprendía de cómo los cuentos se escribían de manera totalmente autónoma, utilizándola a ella como mero instrumento. Únicamente tenía que sentarse con la intención de dejarlos nacer. Y ellos llegaban y le susurraban “por ahí vas bien”, o “no, esa no es la historia, vuelve hacia atrás”…

Una vez más, se sentó sin saber qué podía surgir de aquello, y lo primero que le salió fue una especie de introducción, al igual que había hecho con la historia de un enamorado. Llevaba semanas sintiéndose apesadumbrada porque pesaba sobre ella la culpabilidad de no estar ofreciendo cuentos a cascoporro… había tenido tanto trabajo que no había podido dejar que sus dedos se dedicaran a esta pasión por los cuentos. Y tenía miedo de estar desatendiendo al diminuto mundo de las cosas inanimadas. Les pedía perdón. Insistía en que seguía amando los gestos, las maneras, los sonidos de las pequeñas cosas, esos objetos sin voz a los que daba a veces vida.

Y sin darse cuenta empezó a escuchar la voz de las letras, no la de la letra “a”, a la que ya había escuchado una vez (que menuda historia tiene), sino la de todas las letras del teclado con el que escribía. Sin saber cómo, empezaron a contarle una singular sucesión de hechos totalmente inauditos que necesitarían de un cuento o quizá de varios… Y los impulsos eléctricos empezaron a volar.

Cuando quiso darse cuenta, se había dormido sobre el teclado… Tenía que dejar de vivir frente a ese diminuto portátil tan absorbente… Levantó despacio la cabeza, se frotó los ojos, y cuál fue su sorpresa al descubrir algo que ella siempre había sabido: el cuento se había escrito solo. Sonrió, bajó la pantallita del ordenador y decidió que lo leería al día siguiente. Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una chica que se dedicaba a escribir cuentos en sus ratos libres (que eran pocos).