Nunca hundidas

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Y un día llegaron ellas, los hilos de la red.

Con un solo hilo no existe la red, la malla, semejante a las de pesca, las que recogen las hojas de la piscina, las que dejan pasar el agua, pero conservan en su regazo el temblor de la hoja antes a la deriva, herida.

La red enorme de los años me las ha traído, como esos hilos entretejidos, movidas por la marea, la tormenta, el oleaje inverosímil cuya magnitud apenas podemos imaginar de salvaje que es. La tormenta es tan implacable que, sin esa red, morimos por dentro.

Los hilos fueron llegando casi sin darnos cuenta, aposentándose en un fondo transparente, tan traslúcido que casi no se veía. Pero se sentía. Iba cogiendo cuerpo. Fuerza. Si hoy me dijeran: “Ven”, me faltaría tiempo.

Ahora lo sé: sentirse huérfana es no tener red. Y la fortaleza es ser red y ser la hoja.

Tú lo has dicho, “nunca hundidas”.

Las pomplitas del universo

– Papá, ¿adónde vamos cuando nos morimos?

De repente, el salón de la casa quedó en silencio. Enrique tardó unos segundos en reaccionar, segundos en los que esto pasó por su cabeza: “Uff. A ver cómo salgo yo de esta… A ver cómo le explico a Carla que todos somos polvo de estrellas… Sí, mejor empiezo por el principio”.

– Verás, Carla: hay cosas que sabemos y cosas que no sabemos. Y cosas que podemos explicar con relativa facilidad y otras que, para entenderlas, necesitas ser mayor y tener más herramientas, saber más cosas… ¡Como en una pirámide, que si no tienes las piedras de abajo no puedes seguir construyendo!
– Pero… ¿esto lo puedo entender?
– Pues voy a intentarlo, ¿vale?
– Vale.
– ¿Quieres que te lo cuente ahora o después de darte la merienda?
– Después.
– Bien.

Enrique siguió preparando la merienda y llegó Débora a casa, soltando el bolso, los zapatos y el abrigo entre resoplidos.

– Hola, má.
– Hola, Carla. ¿Qué tal hoy en el cole?
– Bien. Pero se ha muerto Pitiyo. No entiendo muy bien qué ha pasado.

Débora mira a Enrique y se guiñan un ojo.

– ¿No entiendes por qué ha muerto?
– No entiendo qué es la muerte. Sé que la gente que se muere ya no está. Que todo el mundo se queda triste. Pero nunca he visto qué pasa cuando te mueres. Adónde vas. Pitiyo estaba muy quieto y muy tieso. El profe lo ha cogido y nos ha explicado que ya era mayor y se lo ha llevado. ¡Pero si tenía solo tres años, ¿cómo va a ser mayor?! ¡Yo tengo cinco! ¿Es que soy mayor? ¿Y adónde se lo ha llevado?

Se notaba que Carla estaba enfadada y confundida.

– Bueno, Carla -dijo Enrique- vamos a merendar y te lo explicamos, ¿de acuerdo?
– Vale -respondió la niña enfurruñada mientras empezaba a comerse la fruta.
– Mamá ya te ha contado otras veces que el universo empezó con una tremenda explosión.
– Sí. ¡El CATACROQUER! –un trozo de plátano escapó de su boca- Uy, perdón –dijo sonriendo mientras se volvía a meter el trozo en la boca-.
– Exacto, el Big Bang –afirmó Débora mientras abría el yogur-. Bueno, pues a partir de ahí hay muchas cosas que sabemos. Entre ellas, que la mayoría de los elementos nacieron en el corazón de las estrellas.
– ¿Los elementos? –cuestiona Carla mientras coge la cuchara y ataca al yogur-.
– Sí: el pan que comes, tus huesos, la plastilina, la ropa, el teléfono, el aire, el agua… Todo eso nació en el corazón de una estrella.
– ¿En serio? –pregunta de nuevo Carla con la boca llena de yogur-.
– En serio. Y el yogur de tu boca también. Gracias por el espectáculo. -Enrique hace una reverencia mientras Débora aplaude y le cierra la boquita a Carla, que está enseñando la plasta de yogur con la boca abierta.

– Uy, perdón –Carla cierra la boca, sonríe y sigue comiendo-.
– Peeeeero… -continúa Débora- toda esa materia nació en cachitos muy chiquititos, en cosas que se llaman átomos. Los átomos a veces se juntan y forman moléculas. Son como piezas de puzle, pero estas piezas se pueden juntar, no solo con las piezas que tiene cerca, sino que se pueden combinar con un montón de piezas diferentes.
– Qué lío.
– ¿No lo entiendes?
– Sí, pero debe ser un lío poder tener tantas formas de hacer un puzle. Yo a las piezas las llamaré… ¡pomplitas! ¡Las pomplitas del universo! –hace esta afirmación quijotesca con el yogur en una mano y levantando la otra con la cuchara a modo de lanza-.

Enrique y Débora se ríen con las ocurrencias de Carla, que lo rebautiza todo –algo que muy probablemente haya heredado de su madre-.

– Pues las pomplitas pueden acabar siendo casi cualquier cosa –intervino Enrique-: un gato, una piedra -va bailando por el salón- una almohada, una persona, una gota de lluvia… -se acerca a la niña- ¡o una nariz!

Carla se ríe mientras Enrique va a la cocina a por las tostadas y el queso.

– Así que, querida niña –continúa Débora- eso es de lo que estamos hechos todas las personas y todas las cosas del mundo mundial: de los restos de las estrellas que murieron. Pero ojo, morir no significa desaparecer. Las pomplitas no desaparecen, simplemente se dividen, cambian, y adoptan otra forma.
– ¿Y Pitiyo? ¿Por qué se ha ido si solo tenía tres años?

Se hizo otro incómodo silencio que rompió Enrique, volviendo con las tostadas:

– Pitiyo es un hámster y los hámsters viven menos años que las personas. Ya era un anciano, así que su organismo se cansó y murió. Eso significa que desaparecerá como Pitiyo, pero que seguirá en el universo en forma de pomplitas.
– Pero entonces, ¿qué es morirse?

De nuevo, un pesado silencio…

– Amor mío –Débora se agacha a su lado-, morirse, para las personas y los Pitiyos con suerte, es terminar un ciclo. ¡Como el ciclo del agua, que te explicaron en el cole! El agua es siempre la misma, solo que pasa por sitios muy diferentes, puede ser vapor, líquido o hielo, puede estar en el mar, en río o en una lágrima, pero siempre es la misma, ¿me entiendes?
– No.
– ¿Qué parte no entiendes?, pregunta Enrique.
– La de morirse. Entiendo que las pomplitas son siempre las mismas y que cambian de forma. Vienen de las estrellas, ahora están en la Tierra, y algún día estarán otra vez en el universo o en otro sitio. Pero sigo sin entender qué es morirse.
– Cariño: morirse es cuando el puzle cambia de forma. Antes de nacer no estabas en el mundo en forma de Carla, pero eras materia, estabas en otras cosas. Luego, naciste. Se formó el puzle de Carla y… -la niña interrumpe a su madre-.
– Y algún día mi puzle se volverá plastilina o pan o una piedra.
– … pues sí. Es lo que ocurre con los seres vivos.
– Entonces… ¿qué es estar vivo para una persona?
– Estar vivo es pensar, jugar, querer, llorar… Estar vivo es darte cuenta de que estás triste porque Pitiyo ya no está.

Enrique se levanta y, para alegrar a la niña, vuelve a bailar por el salón, pero esta vez agarra a Débora y bailan juntos.

– Estar vivo es poder crecer. Es ir al cole. Saltar en el sofá. Estar vivo es cuando mamá le pisa un pie a papá bailando.
– ¡Oiga usted! ¿Quién pisa a quién? –dice Débora mientras se suelta y agarra a Carla para hacerla bailar-.
– Vale, vale, lo retiro.

Enrique besa a Débora y los tres bailan alrededor de la barriga donde está el pequeño Teo, que aún no ha nacido.

– Entonces… -continúa Carla-, para una persona, morirse es volver a como estabas antes de poder pensar.

Los padres se quedan sorprendidos ante la profundidad de la reflexión. Al fin y al cabo, es de lo que se trata, del ser autoconsciente. Y siguen de pie, acariciando la barriga de Débora y los mofletes de Carla.

– En cierto modo, así es –contesta Débora-.
– Vale, ¡ahora lo entiendo! –canta la niña mientras empieza a bailar por el salón moviendo los brazos como en una histriónica obra de teatro-. ¡Después del GRAN CATACROQUER las pomplitas empezaron a hacer puzles! Se hicieron estrellas, planetas, plastilina, coches, paraguas, árboles, Pitiyos, pan y niñas, y todos los seres vivos venían, y luego se iban.

Se quedó parada en mitad del salón.

– Entonces, ¿dónde estaba Teo antes de estar en tu barriga?
– Uff… Eso es mucho más fácil de explicar. Pues resulta que papá tenía un montón de pomplitas en forma de espermatozoide y mamá otro montón en forma de óvulo. Y eso sí que es montar un puzle, porque en cuanto se fusionan empiezan a multiplicarse…
– ¿Las pomplitas?
– Más o menos, sí. Empiezan a multiplicarse ¡y a formar las partes de tu cuerpo!
– ¿En la barriga?
– Exacto, en la barriga. ¿Te parece si te lo cuento mientras te bañas?

Enrique se dirige al cuarto de baño mientras agarra a Carla de la mano, que sigue haciendo preguntas mientras Débora se sienta en el sillón, con su barriga de ocho meses.

– Mamá, luego leemos un cuento –dice la niña girando la cabeza antes de desaparecer por el pasillo-.
– Vale, pero si vas a saltar sobre la cama, hazlo antes de que llegue yo.
– Vaaaale, que Teo se pone co-mo-lo-coooo. ¡Además, eso es vivir, ¿no?! ¡Saltar en la cama, cantar, comer caramelos!
– ¡Se-ño-ri-ta! Lo de comer caramelos ya lo iremos hablando.

Débora sigue en el salón, sentada en el sillón, escuchando la voz de Carla, que no se cansa de preguntar, y la de Enrique que, por muy raras o locas que sean sus preguntas, nunca deja de responder. Fuera aún hace frío, aunque la primavera entró hace un par de semanas. Por la ventana pueden verse unas ramas en flor. Eso, también es vida.

La peineta

María cruza la calle. Es esa María, la de la noticia que leí ayer. Debo estar soñando porque no me suena la cara. No la conozco de nada. María cruza la calle con sus zapatos de señora del 36, con su moño y sus horquillas, porque le sienta tan bien el pelo recogido que para qué cambiar. María está cruzando la calle, aunque sabe que, probablemente, no llegue al otro lado. Cruza con una mezcla de sensaciones: ojalá llegue al otro lado. Para qué habré salido. Era mejor quedarse encerrada en casa. No voy a llegar al otro lado. Me han visto, seguro. Se oyen pasos. Justo detrás viene alguien. Pero consigue cruzar. Cruza la calle y entra en la casa. Anochece.

María se sienta frente al espejo y empieza el ritual de cada noche, antes de acostarse. Se va quitando la pequeña peineta y las horquillas, una a una, y nos va depositando sobre un platillo de cerámica. Se va cayendo el moño. Se suelta el pelo, despacio. Nosotras, las horquillas, la peineta, nos quedamos en el platillo, cotilleando, charlando, riendo. La vida de una peineta está llena de responsabilidad. Hacemos nuestro trabajo para que el peinado se quede en su sitio todo el día. Que, a veces, no es fácil. Mucho trajín.

María se va a la cama. Un día más. O un día menos. Llevamos mucho tiempo con ella, aunque siempre hay horquillas entrando y saliendo del grupo. Algunas se pierden, otras, simplemente, desaparecen. Dejan de estar en el mundo. Nadie sabe adónde van. Solo queda el silencio.

Siete de septiembre de 1936. María se levanta y se hace el moño, como cada día. Se coloca sus horquillas y su peineta. Llevamos un tiempo en Pozuelo, la verdad es que no sabemos muy bien por qué. Hay mucho revuelo estos últimos días.

Llaman a la puerta.

Se respira el miedo. Ya es tarde. Esta vez no hay escapatoria. Nos sacan de la casa, no sabemos si a empujones. No queda nadie para contarlo. Las peinetas no tenemos voz. Pero vemos los ojos. Vemos las almas.

¿Quiénes la detuvieron? ¿Qué alma oscura disfrutó agarrándola, sacándola de su casa, sabiendo adónde la llevaban? ¿Qué pobre alma obedeció órdenes sin más, tragándose la culpa por el horror que iban a cometer? ¿Cuántas almas negras flotan aún hoy en el aire, regocijándose acaso con lo que pasó después, alegrándose de la noticia de ayer, pensando “así es como tiene que ser”? ¿Cuántas almas sufren hoy por aquello que pasó? Hay tanta oscuridad…

Salimos a la calle. Nos llevan hasta el cementerio, junto a una tapia. Nos colocan allí, junto a la tapia. Parece que, salvo ellos, los de las armas, no hay nadie más. No vemos lo que ocurre. Se oyen disparos.

Silencio.

Tierra.

Negrura.

Siete de septiembre de 1936. Unas horquillas. Una peineta. Frente a las tapias de un cementerio. La primera mujer alcaldesa de una democracia en España, fusilada. Fusilada.

No queda nadie para contarlo. Pero están los huesos. Están quienes los desentierran para recuperar la memoria. Y están las horquillas y la peineta. Tras años de tierra, vemos algo de luz. Nos desentierran. No queda nada de su cabello. Pero seguimos aquí. Testigos sin sentido del sinsentido. Del horror… Solo queda el silencio.

Un silencio atronador.

 

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Cuento inspirado en las noticias:

Exhumada María Domínguez, primera alcaldesa democrática de España

Créditos de la fotografía: «Peineta aparecida junto a los posibles restos de María Domínguez / ARICO», extraída de la noticia de Cadena Ser «A estudio los posibles restos de María Domínguez, la primera alcaldesa democrática«

El olor a tierra mojada tiene nombre

Crédito: https://medium.com/@cronociclope
Crédito imagen: https://medium.com/@cronociclope

Podía pasarse horas mirando cómo los caracoles aprovechaban la tierra húmeda después del verano para poner sus huevos. Luego, con mucho cuidado, los sacaba con una palada de tierra solo para observarlos, blanquecinos y traslúcidos, con aquel pequeño ser vivo creciendo en su interior. Después los devolvía a su agujero, con mucha delicadeza.

Era una niña. Tenía la gran suerte de tener un jardín lleno de bichos. Y una alberca. Bueno, la alberca, que soy yo. Aunque les hablo desde el pasado, porque ahora soy otra cosa. En aquella época las albercas en los jardines servían para acumular el agua dulce y el agua de lluvia para regar. En las zonas de costa había sequías que hacían que el agua del mar entrara hasta los pozos, haciendo que de los grifos saliera agua salada. Eso era terrible para los cultivos, porque se secaban si los regaban con ese agua (por efecto de la osmosis). Y luego está lo de los pececillos de agua dulce que murieron cuando empezó a salir agua del mar por las tuberías…

El caso es que durante una época hubo cortes de agua. Solo cuatro horas de agua al día (que solía ser por la noche) aunque, eso sí, agua dulce. En esas horas llenaban las albercas para tener agua de regadío. Yo era una alberca modesta, no llegaba al metro de altura. La idea era almacenar, pero acabé siendo objeto de juegos de las niñas. En verano se bañaban, y en invierno rescataban y estudiaban a los bichos que acababan en mis dominios.

Aunque había alguien que lo hacía durante todo el año. Lucía se preocupaba tanto por los bichos que caían al agua que, a veces, no podía dormir. Se despertaba, se erguía en su camita, se ponía las zapatillas despacio, creyendo que nadie más se daba cuenta, y arrastrando un poquito los pies, abría la puerta y salía a la parte de atrás de la casa. Se subía en una caja de madera que tenía apartada en una esquina y, con una red limpiapiscinas de esas para retirar las hojas de la superficie, sacaba a los bichos que veía flotando. Era tan pequeña que apenas tenía fuerza para sacarlos, pero también era testaruda y hasta que no los sacaba a todos, no paraba. A veces eran pocos. Otras había un montón que iba a cumulando en mi borde de cemento.

El sistema era siempre el mismo: los sacaba, cogía una hojita seca, los levantaba en volandas de la red del limpiapiscinas, los ponía sobre la superficie y soplaba un poquito para que se secaran. Les hablaba. Les contaba que, al ser bichitos tan pequeños y la alberca tan grande, debía parecerles como el mar. Y hablaba y soplaba un poquito durante un ratito. Algunos bichos se movían, se estiraban, caminaban y, de tener alitas, acababan echando a volar. En esos momentos a Lucía se le iluminaba la cara. Otros, los pobres, estaban requetemuertos y no había forma de resucitarlos. Entonces Lucía se quedaba muy seria, en silencio durante un rato, y cantaba muy bajito: “Pobre bichito, pobre bichito, que no sabía nadar. Pobre bichito, pobre bichito, que cayó en el mar”.

La madre de Lucía se asomaba a la ventana que daba a mi zona y, por una rendija de la persiana, vigilaba a Lucía. Y escuchaba la letra de la canción que se había inventado para los bichitos. Y lloraba, que yo lo sé, aunque no podía verla.

A Lucía, que vivía en un pueblo de costa, no le gustaba el mar. Lloraba desconsolada cuando lo veía. Así que no iban a la playa. Y su madre esperó, paciente, a que los años y la adolescencia hicieran su efecto. Lucía creció y acabó quedando con sus amigos para ir a la playa.

Cuando pasó el tiempo, cuando se fue la sequía, me vaciaron de agua, elevaron mis muros y me techaron. Ahora soy una especie de cuarto de juegos, sala de reuniones o caseta de jardín, de todo un poco. Aquí viene Lucía con sus amigos a veces, a leer, a jugar a videojuegos, o a contar historias.

Todos saben que Lucia es adoptada, entre otras cosas porque su mamá lo dice abiertamente. Un día uno de sus amigos, Abel, le preguntó si recordaba algo de antes, algo de su vida pasada, antes de ser adoptada. Lucía se quedó pensativa y dijo:

– Era muy pequeña, pero cuando tenía siete u ocho años, un día empezó a llover en el jardín, cuando esto era todavía una alberca. Y olí la tierra mojada, que había estado tan seca… Y recordé que había olido eso mismo antes, en otro lugar, muy lejos… antes del viaje.

Y se hizo el silencio. Porque todos sabían o intuían de qué hablaba Lucía. Yo, que era una alberca, no sé de viajes ni de cruzadas. Solo sé de niñas que cantan y que cuentan historias. Pero los años no habían borrado el profundo dolor al evocar lo que ella había elegido llamar “el viaje”.

Dicen que hay lugares en los que la vida se hace tan dura que hay que huir, atravesar desiertos y montañas, hacer largas travesías que muchos no superan. Dicen que muchos niños y niñas mueren por el camino. O son vendidos. Prostituidos. Tratados con crueldad. Y luego, olvidados en el fondo del mar. Olvidados. Olvidados sin nadie que les cante. Olvidados o tal vez recordados por madres y padres que lloran lágrimas secas.

Madres y padres, o hijos e hijas, quién sabe, que esperan un día que la huida tenga sentido, o que esa tierra cobre vida cuando, un día, empiece a llover.

– ¿Sabes que eso tiene un nombre, Lucía?
– ¿El qué?
– El olor a tierra mojada. Tiene un nombre.
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo se llama?
– Petricor.

Lucía piensa en los bichitos que sacaba del agua, en su empeño por rescatarlos a todos. Y en lo bonita que es esa palabra: petricor. En lo bonito que es saber que el olor a tierra mojada tiene nombre.

La astrónoma sabia

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, un niño que quería contemplar las estrellas. Pero su ciudad tenía muchas luces y era muy difícil distinguir la luz de los astros. Así que decidió preguntar al sabio más sabio del lugar qué podía hacer para las estrellas contemplar.

El sabio más sabio, que sabia (y astrónoma) resultó ser, al pequeño respondió: Si las estrellas quieres admirar, al lugar más alto y alejado tendrás que viajar, lejos de luces y ciudades, y cerca del cielo has de buscar.

Y el niño cogió su mochila y comenzó a caminar. Tras mucho deambular, huyendo de zonas pobladas y farolas cegadoras, una alta montaña logró encontrar (cerca de una ciudad que una Ley del Cielo acababa de aprobar, protegiendo así los cielos de la noche como bien universal).

Subió, subió y subió, en su cima acampó y las estrellas, finalmente, pudo mirar y requetemirar… Sin embargo, pronto advirtió algo que le comenzó a inquietar.

¿Qué era ese movimiento, esa variación, ese… titilar? ¿Cómo es posible que su brillo cambie y no pueda verlas sin más?

El niño desanduvo lo andado y a la sabia volvió a preguntar.

¿Por qué veo las estrellas arrasadas por un temblor? ¿Por qué titilan, señora? ¿Es el frío, es el amor?

No, pequeño aventurero. Las estrellas no padecen por el frío, ni es una enfermedad, ni un sentimiento exaltado… Lo que pasa es que la atmósfera, te quita la claridad. Es como si quisieras, en el fondo de una piscina, un objeto contemplar. Verías deformaciones, porque el agua en medio está. Pues la atmósfera es lo mismo. Nos protege de mil cosas… pero al mirar hacia arriba, emborrona el panorama.

¿Y cómo, preguntó el niño, lo puedo solucionar?

Ay, pequeño aventurero. Voy a intentarlo explicar… Necesitas a ingenieros que te puedan ayudar. La luz que llega del cielo tiene un dibujo al llegar. Cuando choca con la atmósfera, pues se empieza a deformar. Se llama frente de onda, y aunque nos llega alterado, se puede recuperar. Puedes con exactitud calcular todos los cambios, y con un espejo blando, compensar la variación, haciendo que nuestra imagen vuelva a tener precisión. Muchas veces por segundo calculamos y apretamos este espejo deformable para que el frente de onda esté de nuevo aceptable. Con esta tecnología, tendrás tu luz impoluta.

Me parece impresionante que con la tecnología podamos ver lo que el cielo, travieso, nos desdibuja. ¿Cómo se llama esa técnica?

Pequeño, buena pregunta. Es óptica adaptativa. Con esto, un telescopio y un instrumento, ya te puedes ir contento.

Qué cosas, cómo se alían ciencia con tecnología.

Y así, nuestro niño inquieto, siguió contemplando astros, sabiendo que el titilar es solo un guiño del cielo.

Dicen que he despertado

He despertado, otra mañana más de luz aciaga, y no estaban tus manos en mis manos, tu voz ni mi palabra, tus risas ni mis clavos… sólo había silencio.

He despertado, palpando malherida mi mirada, y no he sentido culpa ni esperanza, acierto ni aventura, error ni sentimiento… sólo había silencio.

He despertado… o quizá no haya despertado, tal vez seguí soñando mi presencia, tu ausencia y tu martillo, tus alas y mis cuervos… y el maldito silencio.

Dicen que he despertado y yo no veo más que mil huecos sin sombra, puntos vagos, luces flotantes marcando esquinas viejas envueltas de silencio.

También dicen “Despierta” las hierbas de mi pelo, pero solo me pican, molestas, las pupilas abiertas embriagadas de fuego.

He despertado.
Dicen que he despertado.
También dicen “Despierta”.
Pero yo solo siento deseos explosivos de llagas. Me rebelo.
Abro mis puertas nuevas y desciendo porque subir… no puedo.
Arrancar los excesos, desmontar los ambages, aumentar el volumen y atormentar mi centro.

Tan cansada he de estar de tanto desatino que he despertado, dicen, y al despertar, despierto.
Ya no quiero silencio. Ya no quiero silencio. Ya no quiero silencio.

 

(Publicado el 30 de junio de 2011 en Siempreenmedio)

Tienda de repuestos

Crédito: http://barcelona.lecool.com/place/petits-encants/
Crédito: http://barcelona.lecool.com/place/petits-encants/

Cuando llegué a aquella tienda me encontré con algo que no esperaba. Había una extraña mezcla de cajas metálicas, libros antiguos, y piezas sueltas colocados sobre estanterías enormes que llegaban hasta el techo.

En algunas cajas se podían ver etiquetas que decían qué era cada cosa. Me hizo gracia, porque en una ponía “Honradez”, y supuse que la dueña de la tienda (a la que yo acudía por una pieza para mi bici) ponía ese tipo de nombres para acordarse de qué había dentro… cada uno tiene sus propias reglas mnemotécnicas, digo yo… Así que me quedé un rato mirando cajas y extrañas piezas, esperando que saliera la dueña, cuya voz había escuchado al fondo, nada más entrar.

Supuse que sabía que yo estaba dentro porque en la puerta de acceso tenía una de esas campanillas que suenan al abrir o cerrar. Esperé un rato. Alegaba al fondo, en lo que debía ser el almacén. Empecé a distinguir algunas de las frases.

– Le he dicho que no, señorita, no tenemos ese tipo de repuestos.

– ¡Pero si hace un año vine y me dieron la misma pieza!

– Lo siento, pero esas piezas son de edición limitada…

– Entonces… ¿no puede ayudarme?

– No. Tendrá que conformarse con la suya. Aún puede intentar arreglarla, si quiere. Pero yo no puedo ayudarla.

Las dos personas salieron del almacén. La joven salió cabizbaja, pero enseguida sacó su altivez (al verme) y salió del local toda erguida. Sonó la campanilla de la puerta.

La dueña del local salió y, al verme, sonrió.

– ¡Buenas!- Se agachó tras el mostrador y sacó una caja que tenía escondida. La colocó en un hueco de la estantería. En la etiqueta ponía “Integridad”- La gente cree que puede andar reponiendo piezas toda la vida. Hay cosas que no se pueden solucionar cambiando piezas. Aunque otras, afortunadamente sí. Usted venía por algo muy concreto, ¿verdad?

– Sí, mi bici…

– No, sus ojeras no mienten. Usted quiere una pieza de repuesto para su corazón. Vamos a ver qué tenemos por ahí…

 

(Publicado el 1 de abril de 2012 en Siempreenmedio)

El listín telefónico

100910_paginas_blancasEl otro día tuve un sueño. Un sueño extrañísimo. En mi sueño, mi madre me decía que había llamado alguien intentando venderle libros. Yo le dije que cuando recibiera una llamada así, simplemente colgara. Sonó el teléfono. Fui yo a cogerlo y, al hacerlo, oí la voz de un señor muy mayor, pero que muy mayor, hablándome con dulzura sobre unos libros. Le dije “No queremos libros, gracias”. Y le colgué.

En ese momento sentí una punzada de dolor tan aguda que ya no sé si seguía durmiendo o estaba despierta. Recordaba la dulce voz, tan tierna, y me sentía culpable por haberle colgado el teléfono. ¿Por qué soñaré estas cosas tan tristes? Y escuché mi propia voz diciendo, entre lágrimas: “Porque tienes que escribir un cuento”.

Aurelio se levanta todas las mañanas desde hace siete años y, lo primero que hace, es ir a ver a su canario, un pajarillo que ya está algo mayor, pero que sigue cantando. Se lo regalaron poco después de que falleciera Mercedes, su mujer.

Prepara el desayuno, un tazón de leche con galletas y algo de fruta. Se sienta en pijama, bata y zapatillas y pone las noticias de la radio. Si pudiera, pondría grabaciones de noticias antiguas. Y piensa que, probablemente, salvo en lo que a avances se refiere, todas las noticias serían parecidas a las que escucha ahora. Se maravilla con los descubrimientos. Se apena con las guerras. Le habla a su canario como si fuera una persona.

Luego, tranquilamente, retira el bol, lo pone en el pequeño lavavajillas que le instalaron hace poco (sabe manejarlo porque la hija de su vecina le hizo un curso intensivo), quita los restos y las migas y se va al dormitorio para preparar la ropa que se va a poner ese día. Se ducha despacito en un baño habilitado para personas mayores. Muchas veces piensa que un resbalón en la bañera sería una forma muy tonta de morir. Él, que fue experto en explosivos y se dedicaba a detectar minas. Así es la vida, se dice Aurelio en un susurro agarrándose al pasamanos de su plato de ducha. Después de ducharse, se seca despacito, se pone su ropa interior y se afeita. Cuando acaba, se echa la loción (que siempre pica), se peina y se acicala. Siempre va hecho un “dandi”. Pero no, no penséis que Aurelio se pone un traje y baja a la calle. La mayor parte de las veces se queda en casa.

Va al dormitorio en ropa interior dando saltitos porque hace fresco. Sobre la cama está la ropa que ha elegido para hoy: pantalón de pana marrón y jersey de cuello negro. Se pone unos calcetines gorditos y las zapatillas de casa.

Se frota las manos, satisfecho. Ahora toca ponerse manos a la obra. Viene hacia mí, que estoy en la mesa del salón. Me abre por donde dejó la marca antes de ayer (porque ayer no tocaba trabajar), se coloca las gafas y empieza a pasear su dedo por los nombres. Se para, coge un lápiz, señala, coge el teléfono y marca un número. La cantinela es siempre la misma:

– Buenos días, me llamo Aurelio Buendía. Me gustaría saber con quién hablo, por favor.

Muchas veces cuelgan el teléfono sin siquiera responder. Otras veces le dicen cosas feas y cuelgan. Pero él nunca, jamás, se muestra abatido. Sigue y sigue hasta que alguien responde.

– Buenos días, me llamo Aurelio Buendía. Me gustaría saber con quién hablo, por favor.

– Soy Rocío Cortés –Rocío tiene un fuerte acento granadino-, ¿qué quería usted?

– Buenas, muchas gracias por contestar. Mire usted, soy jubilado. Mi señora era catedrática de Historia y cuando falleció me dejó muchísimos libros, una biblioteca entera, de libros sobre historia y sobre muchas otras cosas. Al principio pensé donarlos a una biblioteca, y de hecho doné casi la mitad. Pero el resto son libros especiales, libros que quiero regalar.

– ¿Me está usted ofreciendo libros?

– Todavía no, antes me gusta saber algo más sobre los posibles “padres de adopción”.

– Ay, Aurelio, de verdad que se lo agradezco, pero si le digo que soy ciega de nacimiento y que solo leo braille va usted a pensar que no le digo la verdad y…

– ¡Vaya por Dios, Rocío! No me diga usted eso. Con lo bien que me caía usted. Pero ¿se las apaña bien?

– Sí, sí. Ahora con internet y toda la tecnología moderna lo único complicado es salir a la calle. Las ciudades no están pensadas para los invidentes.

– Y, si no es mucha indiscreción preguntar, ¿vive usted sola? Si no quiere contestar, lo entenderé.

– No, no se preocupe, Aurelio. Vivo con dos compañeras más. Todas somos estudiantes. Compartimos piso y nos va estupendamente.

– Pues no sabe usted cuánto me alegro. Vivir solo tiene sus inconvenientes.

– ¿Vive usted solo, Aurelio? Si no es mucho preguntar…

– Sí, hace siete años que mi Mercedes falleció. Aquí estoy con Paco, mi canario. Y cuatro días a la semana me dedico a buscar “padres adoptivos” para los libros de Mercedes. Menos mal que tengo tarifa plana…

– (Rocío se ríe) Aurelio, es usted un encanto. Es un placer hablar con usted. ¿Podría ayudarlo de otra manera?

– Pues no, Rocío, no se preocupe. Voy a seguir con mi búsqueda, a ver si coloco un par de niños. (Ahora ambos se ríen).

– Aurelio, ¿le importa si guardo su número de teléfono y lo llamo de vez en cuando?

– ¡En absoluto, qué me va a importar! Aquí estamos para lo que usted necesite.

– Pues muchas gracias. Y buena suerte con las “adopciones”.

– Gracias a usted, Rocío. Que pase un día estupendo.

– Hasta luego.

– Adiós.

Aurelio cuelga el auricular del teléfono y señala con una estrellita el número que acaba de marcar. Escribe al lado “Rocío” con letra temblorosa. Se saca un pañuelo, deja las gafas sobre la mesa, se seca los ojillos, se pone de nuevo las gafas y vuelve a posar el dedo sobre mis letras diminutas. Señala de nuevo con el lápiz y empieza donde lo dejó:

– Buenos días, me llamo Aurelio Buendía. Me gustaría saber con quién hablo, por favor.

Esta semana no ha habido suerte. La mayoría de las veces no responden. Aurelio me utiliza sin darse cuenta de que ya llevo con él siete años. Las guías telefónicas se actualizan cada año, pero igual es que me ha cogido cariño. No sé. El caso es que ahí seguimos, buscando personas que amen los libros, con voces que inspiren confianza, conversaciones interesantes y buen corazón.

Suele levantarse a las ocho y media, empieza a telefonear a las diez y para a las doce. Luego se toma un aperitivo en el bar de abajo, normalmente unas aceitunas con un mosto sin alcohol, y vuelve a subir a casa donde se prepara la comida. Hace la compra en el mercado tres veces en semana y en el barrio todos conocen a Aurelio, el artificiero jubilado. Por las tardes, después de comer, se toma su café (descafeinado), se echa una siesta corta, limpia lo que haya ensuciado y se sienta de nuevo, de cinco a siete, para seguir llamando por teléfono.

– Buenas tardes, me llamo Aurelio Buendía. Me gustaría saber con quién hablo, por favor.

– Buenas, pues me llamo Rubén… (contesta un señor con acento gallego).

– Hola, Rubén, perdone que le moleste y muchas gracias por contestar. Mire usted, soy jubilado. Mi señora era catedrática de Historia y cuando falleció me dejó muchísimos libros, una biblioteca entera de libros sobre historia y sobre muchas otras cosas. He donado casi la mitad a la biblioteca, pero el resto los quiero regalar a personas especiales.

– ¿A personas especiales?

– Sí, a estudiantes, profesores, o simplemente personas interesadas en la historia que quieran aprender y que amen los libros.

– Pues no sé qué decirle… Hoy en día la historia va tan rápido… y hay unos blogs muy buenos, documentales…

– Lo sé, lo sé. Está todo en la internet. Pero estos libros son especiales. La mayoría están firmados por el autor o la autora, con dedicatoria, y, lo más importante: están comentados por Mercedes, mi mujer, con páginas añadidas, dibujos, chistes, anécdotas… Vamos, que están “pintarrajeados” y son interesantes por ese valor añadido, pero, obviamente, no puedo donarlos a la biblioteca en ese estado.

– Ya veo. (Un silencio, al fondo se oye una vaca mugir). Mire Aurelio, ¿en qué ciudad vive usted?

– Vivo en Madrid, Rubén.

– Mire, se me está ocurriendo una cosa. Yo tengo que ir a Madrid a visitar a mi hermana, que estudia allí. ¿Le parece si nos vemos? Lo que no puedo decirle todavía es cuándo.

– Me parece estupendo, Rubén.

– Pues me anoto su teléfono y le vuelvo a llamar en un par de semanas para mantenerlo al tanto, Don Aurelio.

– ¡Uy, nada de Don! Aurelio está bien, Rubén. Un placer.

– Buenas tardes, Aurelio.

Un día suena el teléfono y es Rocío, la chica ciega, que quiere saber cómo va Aurelio. Está comunicando. Insiste un par de veces y por fin consigue hablar con él.

– Buenos días, ¿está Aurelio?

– Buenos días, soy yo. Dígame.

– Soy Rocío, la chica ciega a la que llamó usted hace un par de meses. ¿Cómo está?

– ¡Rocío, qué alegría! Pues aquí estaba, me ha pillado en mi ronda de llamadas de la mañana.

– ¿Ha conseguido usted que le adopten muchos libros?

– Pueeees… Mire, Rocío, le voy a ser sincero: ni uno este año. La cosa está complicada. Entre otras cosas porque me gusta saber en manos de quiénes van a estar los libros y, bueno, hoy en día es difícil tener una conversación lo suficientemente larga como para conocer un poco a las personas. Pero como tampoco tengo nada más que hacer, no desfallezco.

– ¿Y a qué se dedicaba su mujer, si no es mucho preguntar? Quiero decir, además de dar clases en la Universidad.

– Pues mire, Rocío, pocas veces habrá conocido usted a una mujer tan excepcional…

Mis páginas están llenas de rayitas, tachones, anotaciones, marcas extrañas… pero hay dos, con lápiz verde, dibujitos de flores y sonrisas, que destacan de todas las demás. Están separadas por un taco de páginas, una en Coruña y otra en Granada. Y Aurelio es feliz cada vez que Rocío o Rubén le llaman. Rubén es más tímido, pero también acaban hablando de viajes, de Mercedes, de vacas rubias gallegas, de agricultura, de historia…

Un día, por fin, Rocío hace algo que Aurelio llevaba tiempo esperando.

– …¿En un barranco? ¿Eso hizo? ¡Es usted admirable, Aurelio! –Se ríe y suspira- Mire: estoy pensando una cosa, y es que nunca le he preguntado, pero, ¿dónde vive usted?

– En un barrio de Madrid.

– Eso imaginaba por las cosas que me cuenta… Precisamente en unas semanas tengo que ir a Madrid a casa de unos amigos. ¿Le parece bien si le hago una visita y nos conocemos?

– ¡Pero qué alegría, claro que sí!

Una librería con cafetería de un barrio de Madrid, una tarde de otoño. Aurelio lleva un carrito de la compra lleno de libros, y entre ellos estoy yo, su listín telefónico. Entra y se sienta en una mesa apartada. Pide un café (descafeinado). Entra un joven de unos 30 años en vaqueros y con jersey. Lleva una mochila. Mira y en seguida reconoce a Aurelio.

– ¿Es usted Aurelio?

– ¡Rubén, pero qué joven es usted! (Aurelio se levanta y abraza a Rubén, que se queda sorprendido y se deja abrazar. Aurelio le da la mano eufórico). ¡No sabe la alegría que me da conocerlo!

– Y a mí, Don… Aurelio. Ha elegido usted un sitio muy bonito.

– Sí, las librerías son los sitios más rebonitos del mundo. Y esta es especialmente acogedora. Una vez estuve en una en Barcelona, una de viajes, que también me gustó muchísimo. ¿Qué quiere usted tomar?

– Por favor, Aurelio, vamos a tutearnos, que ya hay confianza. No creo haber pasado tanto tiempo al teléfono como con usted. (Ambos se ríen).

– ¡Yo siempre digo que la tarifa plana es el mejor invento después de los libros! Bueno, la verdad sea dicha, a mí casi todo me parece “el mejor invento”. (Vuelven a reír). Pero mire, le he traído algunos de los libros… te he traído algunos de los libros de los que hablamos. Sobre la historia de la raza rubia gallega, aquí tienes una copia-original del “Reglamento Oficial de Libros Genealógicos” de la Dirección General de Ganadería. De 1933 y todo lleno de comentarios…

– Pero qué maravilla, Aurelio. Esto es una joya.

– Sí, mira, se ve que Mercedes hizo una copia del reglamento y lo llenó de notas en los márgenes. Fíjate en todo el control que había ya en aquella época… aquí habla Mercedes de cuando se compraba en las lecherías y se hervía la leche en casa, de la pasteurización, del sistema UHT (que no llegó a España hasta 1964)…

– Y que lo diga, Aurelio, para que ahora lleguen y nos digan que la leche cruda es lo mejor. (Aurelio se lleva la mano a la cabeza y hace un gesto de “no me lo puedo creer”). ¿Y este libro?

– Ah, este es de 1984. A Mercedes le dio por tirar del hilo para ver cómo se instauró la ganadería en distintos países del sur de América. Este es el primer tomo de la “Historia de la ganadería en México”, de Pedro Saucedo. También todo lleno de anotaciones.

– Qué maravilla. Mire esta nota: “Buscar más información sobre estadísticas que relacionen ganadería, salud y educación. ¡Debe estar relacionado y nos queda tanto por aprender!”.

– Sí, mi Mercedes siempre tan curiosa. Tan inquieta. ¡Mire, ya llega Rocío!

– ¿Rocío?

– Ay, he olvidado mencionarte que, casualmente, habéis decidido venir a verme el mismo día. ¡Rocío es la chica de la que le hablé! (Ambos se levantan para ayudar a entrar a Rocío, que entra con su bastón).

– ¡Rocío, cómo estás!

– Buenas tardes, soy Rubén.

– ¡Vaya, no me había dicho que iba a estar acompañado, Aurelio!

– Venga, siéntese con nosotros… ¡y hemos decidido tutearnos todos, hale! (Se sientan los tres mientras se ríen).

– ¿A ti también te ha contado historias fantásticas por teléfono? -pregunta Rubén-.

– Y tanto, no miento si digo que me ha hecho pasar las mejores horas de mi vida viajando sin moverme del sillón. Aurelio, debería usted escribir un libro con todas las historias que nos cuenta de Mercedes.

– Pues mirad, para eso en parte os quiero liar: quiero que lo hagáis vosotros dos.

Se hace el silencio, solo suena la música de jazz de fondo. Hasta el chico que sirve los cafés mira hacia el grupo, interrogante.

– ¿Cómo dice? – pregunta Rocío estupefacta-.

– A ver, Rocío, Rubén: ambos tenéis una capacidad especial para escuchar. Os dejáis embarcar y viajáis conmigo. Yo ya soy mayor para ponerme a escribir, pero lo que es hablar… ¡Bueno, ya lo sabéis! Además: quiero que el libro se haga en braille. Tengo unos ahorros que creo que darán para pagar todo el proceso.

Durante casi un minuto vuelve a oírse solo jazz. Rubén se ruboriza. Rocío sonríe. Aurelio los mira sucesivamente, expectante, esperando una respuesta.

– Mire, Aurelio –empieza Rocío-. Como sabe estoy buscando tema para mi tesis. Después de todo lo que me ha contado creo que ya sé sobre quién la haré. Le propongo hacer una tesis sobre Mercedes y sobre toda su investigación histórica. Aunque lo que ella hizo da para mucho más que una tesis.

– ¡Eso sería fabuloso! ¡Ay, Rocío, qué alegría me das! (La abraza sentado, mientras Rubén se ruboriza).

– Yo no sé muy bien para qué puedo servir en este proyecto.

– Rubén, ¿tú me ayudarías en la digitalización? Son muchos libros y anotaciones, y serán difíciles de interpretar por mis programas de ordenador. Necesitaré a alguien que me eche una mano.

– Pero tendremos que pasar tiempo juntos, yo tengo mi finca de rubias en Coruña y… -Rocío interrumpe-.

– Ya lo había pensado, puedo hacer parte de los cursos de doctorado en Santiago de Compostela. De hecho, tengo allí facilidades con unos amigos y…

Cuatro años después, suena el teléfono en casa de Aurelio.

– ¿Sí, dígame?

– ¡Aurelio, tiene usted que venir, tiene que venir pero ya!

– ¡Ay, pero cómo me avisáis tan tarde!

– ¡Es que entre las vacas y la tesis no nos da la vida, Aurelio!

– ¡Lo sé, lo sé! Ahora mismo cojo un autobús, luego te mando un whatsap y te digo dónde recogerme.

– ¡Dese prisa!

Aurelio me agarra y me mete en una bolsa de viaje. Coge una foto de Mercedes, algo de ropa, coge a Paco para dejarlo con la vecina, mira la casa y sale sin mirar atrás.

En el Hospital de Santiago de Compostela está Rocío, agotada, sonriente, abrazando a una bebé. Entra Aurelio, emocionado, y detrás, sin aliento, Rubén, que acaba de aparcar el coche tras recoger a Aurelio.

– ¿Cómo estás?

– Muy cansada. Pero qué bien huelen los bebés… ¡y cómo chupan!

– Qué preciosidad de niña, Rocío. ¡Tiene los hoyuelos de Rubén! (Rubén se ruboriza).

– Por supuesto, ya sabes cómo se llamará, ¿verdad?

Aurelio está de pie, junto a la cama. Los mira a los dos y no puede evitar empezar a llorar.

La pequeña Mercedes suspira satisfecha. En dos meses Rocío defenderá su tesis sobre la persona que les ha unido. La vida da muchas vueltas. Las familias se crean de formas extrañas. Esta empezó con un listín telefónico anticuado y un teléfono.

 

Y, sin embargo, tan joven…

SN1979C_in_M100Brrrr… Hoy tengo un apetito voraz… Es curioso. Hace unos años no comía tanto. Estaré “gestando algo”. Jeje… el desayuno es la comida más importante. Siempre lo han dicho. Aunque yo no tengo mucho problema con eso: cualquier hora es buena para comer. Para engordar. ¿Engordar? Bueno, eso habría que discutirlo -¿dónde habré dejado los cubiertos?-.

¿Acaso engorda un agujero negro? Porque si se trata de acumular gran cantidad de masa en un espacio muy compacto… engordar, engordar, lo que se dice engordar… Pero, ¡por toda la materia oscura, qué hambre más grande tengo! Me voy a colocar la servilleta al cuello que luego me pongo perdidito…

En realidad eso de comer no me había gustado tanto hasta ahora. Antes, en mi vida pasada (anda que… ¡¿lo tengo que explicar todo?!)… Antes yo era una estrellota, una estrella masiva. Las hay enormes, mucho mayores, pedazos de estrellas que, se supone, pueden alcanzar hasta 300 veces el tamaño de la estrellita esa que os alumbra. Pero esas tan gordas viven la vida loca, porque son tan grandes que lo bueno les dura poco… las pobres… ¡Boom!

Bueno, volviendo a mí, (que soy el centro de esta conversación unilateral) no es que yo fuera un monstruo, pero vamos, con unas veinte veces la masa del Sol, grande era.

Hasta que pegué el reventón.

Hijos, qué le voy a hacer. La materia evoluciona. Y a mí me toco pasar de ser estrella masiva a ser un agujero negro. Podría haber acabado como una estrella de neutrones, pero no… Me tomaba un par de planetoides de tapa. Pero, por todos los asteroides, ¡qué apetito tengo! Mira, yo no sé si lo que está orbitándome por ahí (lo veo por el rabillo del ojo) es mi estrella compañera o son restos de la explosión, ¡pero que no se acerque que me lo trago! El salero… ¿dónde está el salero?

Tengo que reconocer que, tras el estallido, he sufrido una ligera pérdida de memoria… Hay muchos datos de mi vida pasada que no recuerdo ni por asomo… Tampoco es que me preocupe mucho. Me han llamado de todo, pero desde luego el último nombre es de lo más curioso: SN1979C. Como si yo no supiera cómo me llamo… -pues la verdad es que no me acuerdo…-

No es que tenga problemas de personalidad… Ni de doble personalidad… Es que, aunque parezca que tengo una larga vida a mis espaldas no paran de decirme que soy un chaval. Tan viejo… y sin embargo tan joven.

 

Inspirado en la noticia del diario El País Un joven agujero negro en nuestro vecindario cósmico”, por A.R./Madrid

Enlace a fuente de la imagen.

 

Versión sonora del cuento «Y sin embargo, tan joven» en ivoox:

Música de la introducción: Lee Rosevere, tema “Planet F” del álbum “Trappist 1”. Bajo licencia Creative Commons. Música del cuento “Y sin embargo, tan joven”: Podington Bear, tema “A1 Rogue”, del álbum “Brooding”. Bajo licencia Creative commons

La mensajera

Representación artística de la sonda MESSENGER en órbita de Mercurio. Crédito: NASA
Representación artística de la sonda MESSENGER en órbita de Mercurio. Crédito: NASA

18/03/2011

Para vosotros soy gris o sepia. Las fotografías que llegaron en los setenta del pasado siglo os dan una imagen de mí que estaba incompleta. Era como si me hubiesen puesto una tirita enorme y, al arrancarla, se hubiese llevado toda la piel… Eso fue porque la Mariner 10 no tomó imágenes de toda mi superficie. Me sobrevoló tres veces y para mí fue todo un acontecimiento. Al principio me asusté. Mis capas superiores han sido testigo de bastantes choques y no me apetecía uno más; de hecho, tengo una colección de cráteres de lo más variado…

Pero Mariner sólo quería “hacerme un reportaje”. Cuando se fue me quedé un poco triste… ahora está orbitando el Sol, apagada (qué contradicción, apagada frente a una ardiente estrella). Se quedó sin combustible y viaja a la deriva. Es casi como si hubiera muerto.

Luego se acercaron otros y me hicieron fotos más completas.

Ya saben quién soy, ¿verdad? Soy el lunar que le sale al Sol cuando paso entre él y la Tierra. Una manchita bien definida. Al ser el más pequeño del Sistema Solar todo me parece enorme (soy sólo un poco más grande que su Luna). Pero no por ser el más pequeño soy menos denso, qué va. Y mi temperatura supera la de la Tierra cuatro veces… ¡estoy que ardo y soy un pesado! Además de lento, porque a mí un día solar me dura el equivalente a 176 días terrestres. Me gusta ir despacito.

Tengo un campo magnético bastante fuerte que genera mucho interés. Y el hecho de ser tan denso puede deberse a tanto choque. Al estrellarse contra mí, es posible que “pelaran” mis capas superiores y que mi núcleo esté muy cerca de mi superficie. Dicen que puede ser principalmente de hierro.

Pero dejemos de hablar de mí.

Hoy el tema candente es mi nuevo invitado, una visita esperada desde hace casi siete años. Es el tiempo que ha tardado en llegar desde su lanzamiento en la Tierra. Tal vez, observándome más de cerca puedan desentrañar más cosas, conocerme mejor. Por eso me han enviado a la Mensajera, la Messenger. Estoy tan contento de estar de nuevo acompañado… Claro, ustedes tienen la Luna, pero yo carezco de satélites naturales, así que un poco de compañía me viene bien.

Nunca me habían orbitado así. Es normal que se quede a una distancia prudencial, lo sé. Demasiadas radiaciones. Demasiado calor. Pero algo es algo.

¿Cómo habrá sido ese viaje de la Messenger a través del interior del Sistema Solar? ¿Qué podrá contarme de Venus? ¿De los 4.900 millones de kilómetros que ha recorrido desde que saliera lanzada en un cohete Delta II el 3 de agosto de 2004? Menuda experiencia…

Estoy deseando que despierte… Ahora mismo está dormida. En unos días sus instrumentos se irán poniendo en marcha, poco a poco, y se pondrán a trabajar. Yo seré el protagonista de esas observaciones.

Soy Mercurio, el planeta más pequeño del Sistema Solar. Encantado de conocerles (otra vez).

 
Inspirado en la noticia del diario El País: Una nave llega por primera vez a la órbita de Mercurio, por Malene Ruiz de Elvira (Madrid, 22/03/2011). Publicado en CreativaCanaria el 28/03/2011.

30/04/2015

Hoy mi superficie, como me temía, ha sufrido un nuevo impacto. Me he fundido con mi amiga, la mensajera. Tras cuatro años he visto cómo se precipitaba sobre mi suelo y se hacía añicos. Ahora somos un solo objeto con mil historias que contar.