La letra «a»

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una letra cansada que estaba harta de ser (mal) utilizada. Era una «a» minúscula, la primera de las vocales, la mayor y, por tanto, la que había tenido que ser la hermana responsable de todas las demás díscolas. Porque la «e» siempre había sido una rebelde independiente que no hacía caso a los consejos de la «a». Cuántas veces, por fastidiar, en vez de «e» se escribía «6» o «9».

La «i» era más educada, tal vez porque no soportaba los desvaríos de la «e», pero era una olvidadiza y siempre se estaba dejando el punto por ahí, dando pie a la creación de la expresión «vamos a poner los puntos sobre las íes». La «o» y la «u» se llevaban muy bien entre ellas y la «a» las mimaba un poco, lo justo para que crecieran conservando la magia de la infancia. La «o» lo había pasado muy mal porque la llamaban gordita, actitud que siempre le sorprendía (no terminaba de acostumbrarse y respondía «Ooo» a cada rato, pero sobre todo cuando la llamaban gordita, ante lo cual la «u» se enfadaba muchísimo, impulsándose a sí misma y asustando a los que se metían con la redondita «o». Un «uuuu» bien entonado en mitad de la noche puede llegar a ser aterrador)…

También estaba la «y», que quedaba fuera de la familia (un turbio asunto de su padre que nunca se aclaró) pero a la que apreciaban igualmente, pese a que la mayor parte del tiempo estaba sola y se relacionaba poco con las demás letras, aunque muchas veces unía frases, cosa que la enfrentaba con la temible coma («,»).

Pero lo que había hecho que la «a» se cansara tanto era el uso indebido que de ella hacían al hablar y escribir, en los medios de comunicación, en internet, en las ondas de radio y en las microondas… hombre, ya está bien. Una tiene su orgullo -pensó-. Y decidió comenzar una huelga.

D  l  c sulid d de que empezó es  huelg  justo en el momento en que se est b  escribiendo este cuento. ¿Cómo podí  h cer p r  termin r de escribirlo si no podí  us r l  letr  » «?…

El lector/la lectora tuvo suerte, y la «a», momentáneamente, sintió lástima por la narradora que estaba contando su propia historia y volvió a escena, pero sólo para contar el cuento que, ahora, privilegiad@ amig@, estás leyendo.

¿Por dónde íbamos…?

¡Ah, sí!

No había ningún motivo concreto, pero, al mismo tiempo, tenía muchas razones para estar enfadada. En definitiva, simplemente estaba cansada de ese mal uso. Y la letra «a» decidió ponerse en huelga.

Al principio, el sector más afectado fue el de la publicidad. De pronto, los anuncios de Marlboro anunciaban «M rlboro» (aunque no se notó mucho la diferencia), la Coca Cola se convirtió en «Coc  Col «, la leche Pascual en leche «P scul» (con la evidente risa), por lo que nadie sabía de qué producto estaban hablando.

Luego llegó la confusión en los nombres de los hijos. La gente llamaba a «Ntonio», «Jun», «Pco», «Mnuel» y los únicos que se libraban eran algún Luis, y Jose (p dre put tivo de Jesús, otro que se libró… bueno, se libró de esto, no de otras cosas). Más tarde, cuando la confusión fue generalizada, la gente intentó saber qué estaba ocurriendo a través de las noticias de la televisión, pero todo era un caos.

Exceptuando los periódicos rusos, chinos, japoneses, etc., (porque ellos no usan la grafía escrita «a» como tal) los rotativos salían con enormes huecos en donde debía ir una «a». ¡Y no era por falta de tinta! Horror. Las «as» habían desparecido.

Al hablar, nadie en todo el mundo se entendía, ni siquiera a sí mismo, porque todo lo que sonara a «a» desparecía. Era como si las cuerdas vocales se hubieran rebelado al tiempo que la propia letra. Era el caos total. El planeta estaba en crisis. ¿Cómo venderían ahora los traficantes su » rm s»? ¿Cómo harían los políticos «prev ric ción» (que suena a erección chunga)? ¿Cómo podría sobrevivir la economía mundial sin «B nc «?

Y el mundo se sintió tan confuso que calló.

De pronto, sólo el lenguaje corporal funcionaba. La gente tuvo que ir más despacio y mirar más a los demás, intentar comprender a la persona que tenían delante, una por una, esforzándose por llegar a un acuerdo o, simplemente, intentando comunicarse. Porque descubrieron que, en plena era de la comunicación, abundaba e imperaba la incomunicación. La velocidad, las prisas, el ritmo frenético de la vida no les dejaba escucharse. Oían, pero no escuchaban.

Y durante un tiempo tuvieron que acostumbrarse a escuchar con los gestos, a mirar con atención, a ir más allá de lo puramente superficial. Hasta que un buen día la «a», que se había ido a una isla desierta a descansar y a ligar con un grupo de letras divertidas (la m y la f tuvieron su momento de gloria), decidió volver con las pilas cargadas para darle al mundo una oportunidad.

Las gargantas secas volvieron a tener ganas de hablar. Los satélites de comunicaciones recuperaron su ritmo. Y, poco a poco, todo volvió a la normalidad. Aunque a veces volvemos a echar de menos eso de «escuchar los gestos». Y es que, érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una letra cansada que estaba harta de ser (mal) utilizada.

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