El grifo

Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un grifo que soñaba con que, algún día, alguien le enrollara un poquito de cáñamo, ya que se le había aflojado la junta y no le gustaba estar goteando todo el rato.

Porque una cosa es abrir un grifo y usar el agua que corre firme y decidida, y otra muy distinta es no cerrarlo con la suficiente fuerza o dejar que un huequito traicionero deje escapar el preciado líquido o que el tiempo haga que esa gota siga cayendo, incondicional, porque nadie puede nada contra la gravedad.

Arturo, nuestro grifo (¡no tienen por qué llamarse todos Roca o Grohe!), era de esos antiguos grifos de una sola llave. Vivía en un lavadero antiguo, de un mármol marrón veteado de blanco muy elegante (el lavadero, Curro, era muy buena gente, aunque un poco reservado). Estaba en un lugar un tanto extraño, ya que se encontraba pegado a la entrada de la casa, una casita baja de una planta en mitad del campo. Junto al lavadero había una enorme ventana, de manera que Arturo, situado entre la puerta y la ventana, veía todo el interior de la casa y, al abrirlo, disfrutaba de las vistas a las verdes extensiones.

A veces se pasaba horas contándole a Curro el caminar del caballo, el vuelo de los pájaros, los cambios de estación… Lo que más le gustaba a Curro era escuchar cómo Arturo le contaba, de un día para otro, cómo salían las flores de colores en la campiña. Lo que Curro no sabía es que Arturo se lo inventaba casi todo porque, al estar cerrado, Arturo no podía mirar a través del cristal. Sólo cuando lo abrían podía ver el valle.

La casa había sido reformada y, nada más entrar, a la izquierda, podía verse la enorme cocina, y a la derecha estaba la sala de estar. Era un espacio sin paredes, diáfano. Al otro lado estaban las habitaciones donde se oía corretear a los niños y al perro. Al hacer las obras de renovación, los dueños habían dejado el lavadero, como adornando la entrada, porque era muy antiguo, y eso a Curro le pareció un reconocimiento inmerecido. “Ya ves, decía, un vulgar lavadero en la entrada de una casa tan bonita”. “De vulgar nada, le respondía Arturo algo indignado, que tú tienes mucho camino andado y sabes más que ninguna de estas losetas, y a ellas también las han dejado”. Curro sonreía (ay, si las losetas hablaran…). Y los dueños ni pensaron en quitar el grifo… ya puestos…

Arturo y Curro presenciaron cómo se desmantelaba la casa. Fue muy doloroso estar presentes cuando desmontaban la cocina de leña, pero afortunadamente la conservaron, instalándola en mitad del salón comedor, presidiendo el hogar. Era de hierro forjado, negra y brillante, y la trataban como si fuera una obra de arte. Tal vez Arturo estuviese secretamente enamorado de esa preciosa cocina de leña…

Otro momento complicado fue cuando instalaron el nuevo fregadero. El flamante grifo nuevo era de última tecnología. Lo más moderno que habían visto nunca. Aunque Arturo pensaba que tanto no habían evolucionado. La cocina sí que era un prodigio, pero un grifo… pfff. Lo abres, sale agua. Lo cierras, deja de salir agua. Y ya está. Pero cómo brillaba ese grifo nuevo… ¡cómo se alargaba su extensor! Qué maravilla… y no goteaba. ¡Y sus juntas tenían cinta de teflón!

“¡Atchís!”, estornudaba a veces Arturo cuando había corriente entre la puerta y la ventana. “Salud”, le decía Curro, que nunca se resfriaba. El agua de la zona era muy dura y hacía tiempo que el cáñamo usado como junta se había ido deshilachando. Igual si le ponían a Arturo una junta de goma dejaba de gotear… Bueno, era una molestia, pero no era lo más grave.

Los días pasaban tranquilos desde las reformas. Antes había vivido días muy duros. Sobre todo cuando, tras los bombardeos, la casa había quedado abandonada durante años… el tedio era insoportable. Una explosión había destruido parte de las cañerías y Arturo se había quedado seco. Nada. Ni gota. Y el desagüe de Curro se convirtió en un nido de ratones de campo. A Curro le hacían muchas cosquillas cuando asomaban el hocico, y Arturo estaba todo el rato intentando espantarlos, pero los muy listillos hacían lo que les venía en gana. Menos mal que no tenían nada que roer… bueno, a Arturo le comieron algunos hilillos de cáñamo que le sobresalían de la última vez que el antiguo dueño de la casa lo había reparado, pero poco más. Lo bueno de esa época es que Arturo podía girar hacia el lado que quisiera. Como ni se abría ni se cerraba, podía pasarse horas (esta vez de verdad) mirando a través de las ventanas. Sin embargo, los cristales se fueron ensuciando con las lluvias y el barro y al final no podía contarle mucho a Curro sobre lo que se veía al otro lado…

Pues ahí andaban, con los ratoncillos a sus anchas por las tuberías rotas y con las ventanas sucias cuando un día entró alguien corriendo, cerró la puerta y se quedó respirando rápido, apoyado sobre la puerta, de espaldas, mirando para todos lados igualito que los ratones…

“¿Lo recuerdas, Arturo? Era un niño de apenas ocho años, sucio, con ropas rotas y que le iban grandes. Estaba tan asustado que sus latidos se habrían oído al otro lado del valle”.

“¿Cómo podría olvidarlo? Era de noche. De puntillas, cuando ya pudo recuperar la respiración, muy despacio, aquel niño fue avanzando hacia el interior de la casa, se acercó a la ventana e intentó mirar por el cristal, justo este de la esquina, pero estaba opaco de suciedad. Mirando a todas partes, agotado, se sentó en un rincón -justo ahí enfrente- buscó en un viejo bolso de tela que llevaba cruzado al pecho, sacó un mendrugo de pan duro, le dio dos mordiscos, lo volvió a guardar en el bolso y, acurrucado contra sí mismo, se durmió. Un mendrugo de pan… Eso era todo lo que llevaba en el bolso”.

“Todo lo que llevaba en el bolso, sí señor -insistió Curro-“. Sus voces se perdieron en el recuerdo de aquella noche, la noche en la que todos, incluidas las losetas del suelo, miraban enternecidos al niño que dormía. Respiraba despacio. Y soñaba. A veces, algo irrumpía en su sueño y un movimiento espasmódico, casi eléctrico, agitaba su cuerpo.

Llegaron ruidos, al principio lejanos, luego cada vez más cerca, ruidos de un motor. El niño estaba tan agotado que no despertó.

De repente, una cara se asomó al sucio cristal desde el exterior.

“No pudimos avisarle, ¿cómo habríamos podido? No pudimos avisarle… Las losetas daban grititos, asustadas. Todos temíamos por el pequeño durmiente que no despertaba…”

“La puerta volvió a abrirse con un enorme golpe que aún hoy hace rechinar sus goznes -contaba Curro-. Sonó un trueno y Arturo pudo ver cómo un rayo de fuego atravesaba el espacio en dirección al pequeño que, sin un solo gemido, se desplomó sobre sí mismo… Fue terrible. Se hizo el silencio… Alguien, un hombre grande con una enorme escopeta entre las manos, entró, ensuciando la entrada de la casa con un tipo de suciedad distinta a la que estábamos acostumbrados. Se paró. Sus enormes botas sucias pisaban a las losetas que callaron asustadas, crujiendo ligeramente. Estaba parado, mirando hacia el niño. Por un momento pareció desconcertado. Permaneció de pie donde estaba. Apoyó el rifle sobre el suelo, sin mover los pies. Sacó un cigarro. Lo encendió. Se iluminó su sucia cara. El humo sucio que salía de su boca inundó la estancia. Se acercó al niño. Le quitó la bolsa de tela, la abrió y buscó…”.

“Sólo encontró un mendrugo de pan duro…” sollozó Arturo.

“Nada más…”. Curro siguió contando cómo “el hombre dejó caer la bolsa al suelo y lanzó algo parecido a un grito. Pero no estábamos solos. El hombre grande se quedó quieto, escuchando. Su disparo había sido oído por alguien más que por la casa. Pareció temer por su vida. Oyó voces de gente buscando algo. Salió a escondidas, sin ser visto, rozándonos con su suciedad… Un rato después, cuando las voces que llamaban a alguien eran ya nítidas, más gente entró a la casa al ver la puerta abierta. Entonces encontraron al niño, desangrándose… Y se lo llevaron…”.

“Al día siguiente -continuó Curro- el hombre sucio regresó silencioso. Qué desagradable fue volver a verlo… Quiso lavarse las manos pero no teníamos agua. Se ausentó y volvió poco después con unas herramientas… y arregló la tubería. Abrió la llave de paso. Y Arturo lloró agua. Yo sentí cómo los ratoncillos huían despavoridos…”.

Arturo sonreía triste, mientras recordaba. “Pasé mucho miedo, no podía parar de temblar… Abriéndome y cerrándome varias veces, el hombre comprobó que ya salía agua y se secó con un trapo sucio que llevaba en el bolsillo. Luego se giró y se quedó un rato mirando hacia la bolsa de tela, que había quedado en el suelo, y la mancha de sangre que había dejado el cuerpecito del niño en el rincón… El hombre se volvió de nuevo hacia nosotros, se inclinó y empezó a lavarse la cara. Sentimos su aliento. Se frotaba muy fuerte, casi haciéndose daño… Un rato después levantó la cara enrojecida, que goteaba. Cerró el grifo. Se apoyó sobre el fregadero y miró el sucio cristal… bajó la cabeza, mientras su cara seguía goteando. Luego miró de nuevo hacia el cristal y movió su mano hacia él, haciendo algunos gestos… En aquel momento no supe qué hacía, y ya no podía girar a mis anchas…”.

“Aún me hago muchas preguntas, Arturo… el agua que caía por el desagüe sabía a sal”.

Cuando se hubo aseado, simplemente, el hombre grande y sucio cogió la bolsa de tela del suelo y se marchó… Nunca volvieron a verle.

Muchos años después, cuando la mancha de sangre ya casi no se distinguía de todo lo demás por la suciedad acumulada, cuando los desvencijados muros parecían darse por vencidos, alguien llegó a la casa y le devolvió la vida. Un joven de unos 30 años en silla de ruedas acompañado por una hermosa joven y un pequeño de apenas unos meses. Ellos solos iniciaron los trabajos de restauración de la casa. El joven era muy resuelto. La silla de ruedas no era un impedimento para él. Al contrario. Se servía de ella con fuerza y energía.

Un día, el joven se acercó al fregadero, perplejo, mirando hacia la ventana. Había algo escrito. Puso cara de extrañeza… se acercó más. Su cara cambió. Pareció entender. Y se retiró, rodando su silla entristecido, hacia el interior de la casa. Luego llegó la joven… Miró el cristal, se llevó las manos a la boca conteniendo el aire… y lloró. Cogió su trapo, abrió el grifo. Justo el tiempo suficiente para que Arturo pudiera leer: “Niño del pan: Perdóname”.

La joven limpió la ventana. Se apoyó sobre el fregadero. Respiró hondo. Y se fue a seguir trabajando. Hoy Arturo y Curro siguen con sus achaques, debidos a la edad. En el fregadero han puesto una macetita de albahaca que se riega con la gota que pierde este grifo viejo.

Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un grifo que soñaba con que algún día alguien le enrollara un poquito de cáñamo, ya que se le había aflojado la junta y no le gustaba estar goteando todo el rato. Ahora el olor a albahaca inunda la casa.

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