Nunca hundidas

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Y un día llegaron ellas, los hilos de la red.

Con un solo hilo no existe la red, la malla, semejante a las de pesca, las que recogen las hojas de la piscina, las que dejan pasar el agua, pero conservan en su regazo el temblor de la hoja antes a la deriva, herida.

La red enorme de los años me las ha traído, como esos hilos entretejidos, movidas por la marea, la tormenta, el oleaje inverosímil cuya magnitud apenas podemos imaginar de salvaje que es. La tormenta es tan implacable que, sin esa red, morimos por dentro.

Los hilos fueron llegando casi sin darnos cuenta, aposentándose en un fondo transparente, tan traslúcido que casi no se veía. Pero se sentía. Iba cogiendo cuerpo. Fuerza. Si hoy me dijeran: “Ven”, me faltaría tiempo.

Ahora lo sé: sentirse huérfana es no tener red. Y la fortaleza es ser red y ser la hoja.

Tú lo has dicho, “nunca hundidas”.

La peineta

María cruza la calle. Es esa María, la de la noticia que leí ayer. Debo estar soñando porque no me suena la cara. No la conozco de nada. María cruza la calle con sus zapatos de señora del 36, con su moño y sus horquillas, porque le sienta tan bien el pelo recogido que para qué cambiar. María está cruzando la calle, aunque sabe que, probablemente, no llegue al otro lado. Cruza con una mezcla de sensaciones: ojalá llegue al otro lado. Para qué habré salido. Era mejor quedarse encerrada en casa. No voy a llegar al otro lado. Me han visto, seguro. Se oyen pasos. Justo detrás viene alguien. Pero consigue cruzar. Cruza la calle y entra en la casa. Anochece.

María se sienta frente al espejo y empieza el ritual de cada noche, antes de acostarse. Se va quitando la pequeña peineta y las horquillas, una a una, y nos va depositando sobre un platillo de cerámica. Se va cayendo el moño. Se suelta el pelo, despacio. Nosotras, las horquillas, la peineta, nos quedamos en el platillo, cotilleando, charlando, riendo. La vida de una peineta está llena de responsabilidad. Hacemos nuestro trabajo para que el peinado se quede en su sitio todo el día. Que, a veces, no es fácil. Mucho trajín.

María se va a la cama. Un día más. O un día menos. Llevamos mucho tiempo con ella, aunque siempre hay horquillas entrando y saliendo del grupo. Algunas se pierden, otras, simplemente, desaparecen. Dejan de estar en el mundo. Nadie sabe adónde van. Solo queda el silencio.

Siete de septiembre de 1936. María se levanta y se hace el moño, como cada día. Se coloca sus horquillas y su peineta. Llevamos un tiempo en Pozuelo, la verdad es que no sabemos muy bien por qué. Hay mucho revuelo estos últimos días.

Llaman a la puerta.

Se respira el miedo. Ya es tarde. Esta vez no hay escapatoria. Nos sacan de la casa, no sabemos si a empujones. No queda nadie para contarlo. Las peinetas no tenemos voz. Pero vemos los ojos. Vemos las almas.

¿Quiénes la detuvieron? ¿Qué alma oscura disfrutó agarrándola, sacándola de su casa, sabiendo adónde la llevaban? ¿Qué pobre alma obedeció órdenes sin más, tragándose la culpa por el horror que iban a cometer? ¿Cuántas almas negras flotan aún hoy en el aire, regocijándose acaso con lo que pasó después, alegrándose de la noticia de ayer, pensando “así es como tiene que ser”? ¿Cuántas almas sufren hoy por aquello que pasó? Hay tanta oscuridad…

Salimos a la calle. Nos llevan hasta el cementerio, junto a una tapia. Nos colocan allí, junto a la tapia. Parece que, salvo ellos, los de las armas, no hay nadie más. No vemos lo que ocurre. Se oyen disparos.

Silencio.

Tierra.

Negrura.

Siete de septiembre de 1936. Unas horquillas. Una peineta. Frente a las tapias de un cementerio. La primera mujer alcaldesa de una democracia en España, fusilada. Fusilada.

No queda nadie para contarlo. Pero están los huesos. Están quienes los desentierran para recuperar la memoria. Y están las horquillas y la peineta. Tras años de tierra, vemos algo de luz. Nos desentierran. No queda nada de su cabello. Pero seguimos aquí. Testigos sin sentido del sinsentido. Del horror… Solo queda el silencio.

Un silencio atronador.

 

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Cuento inspirado en las noticias:

Exhumada María Domínguez, primera alcaldesa democrática de España

Créditos de la fotografía: «Peineta aparecida junto a los posibles restos de María Domínguez / ARICO», extraída de la noticia de Cadena Ser «A estudio los posibles restos de María Domínguez, la primera alcaldesa democrática«

Dicen que he despertado

He despertado, otra mañana más de luz aciaga, y no estaban tus manos en mis manos, tu voz ni mi palabra, tus risas ni mis clavos… sólo había silencio.

He despertado, palpando malherida mi mirada, y no he sentido culpa ni esperanza, acierto ni aventura, error ni sentimiento… sólo había silencio.

He despertado… o quizá no haya despertado, tal vez seguí soñando mi presencia, tu ausencia y tu martillo, tus alas y mis cuervos… y el maldito silencio.

Dicen que he despertado y yo no veo más que mil huecos sin sombra, puntos vagos, luces flotantes marcando esquinas viejas envueltas de silencio.

También dicen “Despierta” las hierbas de mi pelo, pero solo me pican, molestas, las pupilas abiertas embriagadas de fuego.

He despertado.
Dicen que he despertado.
También dicen “Despierta”.
Pero yo solo siento deseos explosivos de llagas. Me rebelo.
Abro mis puertas nuevas y desciendo porque subir… no puedo.
Arrancar los excesos, desmontar los ambages, aumentar el volumen y atormentar mi centro.

Tan cansada he de estar de tanto desatino que he despertado, dicen, y al despertar, despierto.
Ya no quiero silencio. Ya no quiero silencio. Ya no quiero silencio.

 

(Publicado el 30 de junio de 2011 en Siempreenmedio)

Tienda de repuestos

Crédito: http://barcelona.lecool.com/place/petits-encants/
Crédito: http://barcelona.lecool.com/place/petits-encants/

Cuando llegué a aquella tienda me encontré con algo que no esperaba. Había una extraña mezcla de cajas metálicas, libros antiguos, y piezas sueltas colocados sobre estanterías enormes que llegaban hasta el techo.

En algunas cajas se podían ver etiquetas que decían qué era cada cosa. Me hizo gracia, porque en una ponía “Honradez”, y supuse que la dueña de la tienda (a la que yo acudía por una pieza para mi bici) ponía ese tipo de nombres para acordarse de qué había dentro… cada uno tiene sus propias reglas mnemotécnicas, digo yo… Así que me quedé un rato mirando cajas y extrañas piezas, esperando que saliera la dueña, cuya voz había escuchado al fondo, nada más entrar.

Supuse que sabía que yo estaba dentro porque en la puerta de acceso tenía una de esas campanillas que suenan al abrir o cerrar. Esperé un rato. Alegaba al fondo, en lo que debía ser el almacén. Empecé a distinguir algunas de las frases.

– Le he dicho que no, señorita, no tenemos ese tipo de repuestos.

– ¡Pero si hace un año vine y me dieron la misma pieza!

– Lo siento, pero esas piezas son de edición limitada…

– Entonces… ¿no puede ayudarme?

– No. Tendrá que conformarse con la suya. Aún puede intentar arreglarla, si quiere. Pero yo no puedo ayudarla.

Las dos personas salieron del almacén. La joven salió cabizbaja, pero enseguida sacó su altivez (al verme) y salió del local toda erguida. Sonó la campanilla de la puerta.

La dueña del local salió y, al verme, sonrió.

– ¡Buenas!- Se agachó tras el mostrador y sacó una caja que tenía escondida. La colocó en un hueco de la estantería. En la etiqueta ponía “Integridad”- La gente cree que puede andar reponiendo piezas toda la vida. Hay cosas que no se pueden solucionar cambiando piezas. Aunque otras, afortunadamente sí. Usted venía por algo muy concreto, ¿verdad?

– Sí, mi bici…

– No, sus ojeras no mienten. Usted quiere una pieza de repuesto para su corazón. Vamos a ver qué tenemos por ahí…

 

(Publicado el 1 de abril de 2012 en Siempreenmedio)

Mírame

Fuente: masterennubes.blogspot.com.es
Fuente: KOHL THRELKELD/NEWS SENTINEL

Mírame. Quiero que me mires…

Así. Mírame las arrugas. Sí, soy vieja. Tengo el pelo blanco y algo deshilachado. ¡Con lo bonito que lo tenía! Pero me he negado a cortármelo. Todas las mujeres, cuando nos hacemos viejas, nos cortamos el pelo. Yo me niego. Aunque esté quebradizo y tieso…

Mírame la cara. Está surcada, ¿verdad? Son enormes. Si estirase todas las arrugas, dentro me cabrían dos caras nuevas… La piel está flácida y blandita. La firmeza despareció hace años…

Mírame las manos. Bueno, las manos nunca han sido tu fuerte. Ya las tenías feas cuando eras joven. Pero ahora están cuarteadas y los dedos algo torcidos.

Mírame a los ojos… Ya casi no te veo sin gafas. Empezó siendo presbicia y ahora estoy medio cegata. Pero bueno, te acostumbras.

Mírame. Quiero que me mires.

Estoy encorvada y me cuelgan las carnes. No quieras saber lo que fue de aquella chicha que te empezó a crecer en la tripa a los cuarenta… Ahora es un flotador. ¿Y las “alas de murciélago”? Me da la risa. ¿La piel arrugada de las rodillas y los tobillos? Ya ni me fijo.

Los pies, madre mía los pies. Los juanetes son lo peor. No veas cómo duelen… Menos mal que es por temporadas y que se pueden operar cuando se ponen muy feos. Dicen que después se te queda la zona insensible. Pero mira, mejor así.

¿Hombres? ¿Sentirte atractiva? Pues claro que sí. Lo que pasa es que es todo tan distinto a los anuncios de la tele y a las películas románticas que nadie diría que estás flirteando. Yo me siento guapa, no te creas. Y me siguen gustando los hombres que me hacen reír… ese que sigue a tu lado y que todos los días te saca una sonrisa.

Además hay otras cosas buenas.

¿Recuerdas los ardores? Pues se han ido. Ahora no puedo comer de todo, pero tampoco es tan grave. ¿Y los dolores de cabeza? También se han ido. ¿Y qué me dices de aquellas contracturas musculares? Fuera todo. Fuera pesadillas. Fuera insomnio.

¿Sabes por qué?

Porque ya no tengo miedo.
Ya no hay estrés.
Vivo en paz.

He aceptado y he perdonado lo que tenía que aceptar y perdonar. He querido y me han querido tanto y con tanta intensidad que se han cerrado todas las heridas. La calma ha ido llegando y ahora vive conmigo.

Mírame. Quiero que me mires.

No puedes esperar a hacerte vieja para dejar de tener miedo. Tienes que hacerlo ahora. Sé que sólo soy un reflejo en un espejo. Menos aún: soy la que tú crees que serás cuando seas vieja reflejada en un espejo imaginario. Añoras la calma y la paz que crees que sólo los años pueden dar.

Pero tú eres fuerte. Siempre lo has sido.

Mírame: quiero que me mires.

Deja de tener miedo, pero hazlo ahora.

Vive.

El bosque de cedros que reposa sobre tu hombro izquierdo

No importa cómo lo mires. Respira, y dentro se mueven miles de cosas vivas. Oscuro, revela formas curvas que inhalan carbón, adheridas a ese hueco entre tu carne y tu piel más superficial.

Cuando miro tu hombro izquierdo veo un bosque de cedros, movido por el viento, lleno de luces y sombras, con el color traslúcido de la carne emergiendo entre las ramas…

Un bosque de cedros visto desde arriba, como si pudieras volar por encima de ellos y divisar las corrientes de aire en espiral. La mía es una perspectiva privilegiada. Puedo mirarlo mientras reposas. Mientras se desprenden los rastros del día y cae el sueño. Mientras aprietas contra mí el aire y lo comprimes.

Sobre tu hombro izquierdo hay un bosque que parece milenario. Alguien dibujó unas alas extrañas, un renacer de ave mítica. Alguien quiso darte un Fénix color ceniza. Y te dio árboles como plumas.

Mucho mejor.

Tierra firme

Llegué a la costa con la boca reseca, tragando agua, agitando los brazos cargados de calambres, arrastrándome al final por la arena húmeda, en mitad de la noche, agotada.

Y me quedé en la orilla, dejándome mecer por las olas, pensando que ya nada importaba, que podía morir allí.

Adónde había ido el sentido de las cosas, de las metas, los derechos y deberes de una civilización ahora ajena… Para qué aprender a nadar si el agua es tan fría.

Soñé que dormía rodeada de flores por pintar.

Luego llegó la luz del sol…

Tampoco pude apreciar la belleza del destello de sus rayos, que jugueteaban con mis párpados entrecerrados mientras saboreaba la sal y la arena pegadas a mi boca, inundándola (y nunca mejor dicho).

Solo quería quedarme allí y no despertar del todo.

Imagínalo: la ropa mojada, pesada, haciéndome heridas con el roce, el cuerpo molido, la memoria rota, el sol abrasándome, los puños aferrando la arena… Los puños aferrando algo que tan pronto está ahí como desaparece, escurriéndose como en un juego infantil.

Y levanté la mirada de ojos entrecerrados y lágrimas besadas por la sal.
Y estabas ahí.
Intenté erguirme, temblando, y me quedé de rodillas… ¿eras real?
Hubo antes tantas alucinaciones que tal vez… y empecé a llorar de puro agotamiento.

De acuerdo: hubo una tormenta. Todo se hundió.
No había nada a lo que agarrarse salvo yo misma.
Y ahí estaba.
Viva.
Pisando tierra firme por fin.

Mirarte es como pisar tierra firme después de haber intentado sobrevivir a una tormenta en alta mar.

El niño y la niña

1.- Ella

Ella, cuando sonríe, cierra el labio inferior sobre la boca, porque tiene las paletas grandes y le da vergüenza salir fea en las fotos. A veces sus sonrisas son de arrullo, casi de niña dormida, porque son sonrisas de tímida, sonrisillas de ojos entornados. Ella, cuando sonríe, ilumina la cara, con mofletes de medio pilla, o de medio niña buena (eso nunca se sabe).

A veces, aunque sonría, ella tiene los ojos tristes. No sabe por qué, ya que la verdad es que no está triste. Pero ahí están sus ojos rebeldes, inclinados como un junco, porque son reacios a la risa. Sin embargo, vence y doblega, y su cara, forzada por el labio inferior que no quiere que se escapen las paletas, sonríe de esa manera tan peculiar.

Ella, la niña, a veces mira de reojo y no se sabe si está tramando alguna chifladura (como tirarte un petardo en mitad de la habitación) o si está pensando en que olvidó darle de comer al gato. Ella es así, algo despistada. Y nunca sabes lo que está pensando…

Hablando de pensar: la niña ya tiene unos cuantos pelos blancos en la cabeza, escondidos entre el resto del cabello, y ella cree que son de tanto pensar. Aunque le gusta pensar. Puede pasar horas pensando. Y leyendo. Y pensando que está leyendo. A la niña también le gusta la música. Le gusta tocarla y escucharla. Puede pasar horas tocando. Y escuchando. Y pensando que está escuchando.

Ella se preocupa porque le gusta que las cosas salgan bien. Y le falta tiempo para hacer las cosas como le gustaría. Tal vez todo ha ido rápido-rápido y a ella esas prisas le parecen un abuso. El tiempo es un abusón. Como todo el mundo, se pregunta (y, si no, debería hacerlo) dónde ha ido el tiempo que le falta…

A la niña le gusta enseñar. Le explica a los demás cosas para que aprendan. A veces se sorprende de lo rápido que aprenden. Otras se subleva. Contar cómo funcionan algunas cosas y que los demás las entiendan. A ella le gusta pensar que eso les ayuda a crecer, al tiempo que ella misma crece y piensa. A ellos también les saldrán pelos blancos algún día de tanto pensar.

Ella, la niña, sueña. Sueña que la luz tiene múltiples matices y quiere atraparlos. Y le gusta el mar. El mar le habla de sus amigos y su familia. De su isla. Ella sueña con volver algún día a su casa a dejar que la luz juegue con los reflejos del agua y ella le deje mirar. Sueña con recuperar el ritmo del agua tranquila.

La niña se ríe como si fuera una orquesta. Se ríe alto. Le sale del fondo una risa clara como un manantial. Y todo su cuerpo se ríe con ella. Se ríe de cosas pequeñas. De cosas absurdas. De cosas que a veces sólo ella entiende. Se ríe. Y sonríe. Y se le hace una curva en el moflete de niña traviesa o de niña buena…

Ella, la niña, no sabe bailar. Pero se lo pasa tan bien que no le importa. Porque, curiosamente, la niña no sabe lo que es la vergüenza… hay un tipo de vergüenza que nunca le ha salido al paso. Eso, o quizás sea que la ha pisoteado tanto que ya no pueda con ella.

Sólo, a veces, la del labio inferior.
Por eso, en el fondo, sigue siendo una niña.

2.- Él

Él, el niño, lo mismo se deja barba que bigote, lo mismo perilla que patillas… el niño juega con los pelos que le salen en la cara porque para eso son suyos… y al niño le gustan las gafas raras, de colores chillones, o de formas absurdas. Es una manera de mostrar su lado de payaso sin nariz roja.

Pero el niño está triste. Triste y cansado. El niño un día se dejó besar por una chica. No se lo esperaba. Empezaron a hablar y ella le besó en un momento de despiste. El niño, hasta entonces siempre poderoso, se dejó llevar como una pluma por el viento…

Se sorprendió a sí mismo conversando con ella, durmiendo con ella, soñando con ella… Se sorprendió a sí mismo pensando que tal vez, solo tal vez, ella fuera una experiencia diferente. Y le contó su vida, y le dijo lo que no quería. Ni amargura, ni mentiras, ni palabras huecas. Solo verdad… Pero se equivocó.

El niño se equivocó porque no basta con la verdad. También hace falta amor. Y el amor tiene que ser de ida y vuelta. Así que, tras un tiempo luchando contra el mar, el niño decidió decirle que no quería seguir con aquel juego porque sentía cosas frías que le evocaban miedos y soledades… pero ella se resistió a dejarlo.

El niño no entiende esto. Está confuso. Y esa confusión hace que su decisión sea volátil. Así que siguió jugando, diciéndose a sí mismo que el día a día es más importante que las grandes declaraciones de amor…

Mentira.

El niño sabe, en el fondo, que el mundo se sustenta sobre las grandes declaraciones de amor desesperadas. Las de amores imposibles, amores traidores, amores truculentos, amores plácidos que te dan rutina y paz y que, un día, cargados de canas, te miran en la perspectiva del tiempo y te lo han dado todo… o te han dejado enormes vacíos. Así se forma el puzzle de la vida: con piezas que van completando huecos. Y el niño no entiende un mundo sin intensidad… sin amor. O sin palabras bonitas.

Él, el niño, sufre porque ella se olvida de él constantemente. No es maldad. Es que no lo quiere. Es divertido estar con él. Pero en una era de tecnología y comunicación hay mucho frío, mucho silencio, mucha distancia…

«Claro, no puedes esperar que todo el mundo sea igual de atento que tú», piensa el niño, justificándola. De hecho, lo mejor en la vida es no esperar nada de nadie… Él, el niño, sabe que ella vive en su pequeño universo. Y ha permanecido como una sombra a su lado, dándole calorcito y piruletas. Pero ella no ha reaccionado. Se ha quedado ahí, en sus cosas… y cuando el niño le ha dicho que está cansado, triste y un poco enfadado, y que prefiere volverse a su mundo, en el que es poderoso y gobierna a todo un reino con apenas unos pocos gestos, la niña le ha dicho que no lo entendía… que quería seguir jugando con él.

Ella es sincera. Ha sido honesta al decirle que no le ama. Lo que ella no entiende es que el aire se está escapando por un hueco, el que deja su propia ausencia aunque esté presente.

Y sin aire no se puede respirar.

La niña se abruma cuando él le escribe poemas… Se asusta tanto de que él la quiera que una vez salió corriendo, espantada de algo que parecía grande y precipitado, como un elefante cargado de cerámica que va cuesta abajo y tiene que coger una curva, y no se sabe si podrá con ella o acabará en el suelo con toda la cacharrería rota… Yo siempre he dicho que me gusta la cacharrería rota, que con ella se pueden hacer muchas cosas bonitas. Con trocitos de cerámicas de colores se pueden hacer mosaicos preciosos.

Pero, para hacerlos, antes hay que romperlo todo.

Habrá próxima vez

Cuando estás roto tienes la sensación de que nada de lo que hagas te va a ayudar, aunque eso no es cierto, claro… En mi caso me quiebro siempre que alguien a quien quiero no me quiere o deja de quererme… Es una puñeta, pero he acabado por generar un trauma bastante jodido en torno a este asunto, tanto que he decidico por fin asistir a un especialista para que me ayude a superar ciertos problemas que he desarrollado en paralelo, como crisis de ansiedad y algo que he tenido que buscar en internet (en realidad lo descubrí buscando «ansiedad» y «dolor de pecho»), una dolencia muy jodida que se llama «tanatofobia», es decir, de golpe me da un pánico horrible la idea de morir… Creo que es algo así.

Y me duele el pecho, como si tuviera agujetas en los músculos del corazón… Menuda mierda. Por si fuera poco, últimamente tengo miedo a quedarme dormido. No es somnifobia (no pienso que me vaya a pasar nada mientras duermo, como morirme o asfixiarme) simplemente me asusta ese paso entre la consciencia y la inconsciencia… Son cosas a las que nunca le había dado importancia, las achacaba al estrés. Quiero aclarar que no tengo estrés laboral -suerte tengo de tener trabajo, aunque esa es otra histroria- sino estrés por puro miedo a quedarme solo. O eso creo.

El caso es que soy consciente de todas estas ideas tóxicas que necesito exorcizar. Que una tía no me quiera no puede hacer que me hunda tanto en la miseria. Lo que me gustaría es poder separar la razón de la reacción. Porque yo sé que una ruptura no es el puto fin del mundo. Las cosas se tambalean un poco, pero con algo de tiempo todo vuelve a su sitio, con ligeras diferencias, pero vuelve. Sin embargo las reacciones escapan a mi control. Se me empieza a cerrar la garganta, siento que me falta el aire, es como si estuviera encerrado en mí mismo y no pudiera gritar… Y asumo que voy a estar jodido un tiempo. Y sencillamente espero. La curva, una vez que no puedes caer más bajo, empezará a subir en algún momento. Cierro los ojos deseando que ese tiempo sea amable conmigo, que no me torture con recuerdos del tiempo compartido, con la terrible añoranza del calor de su cuerpo, con imágenes de momentos buenos y malos. Ruego a mi cerebro para que no me traicione y me deje pasar mi duelo sin hacerme un daño innecesario… Ahora mismo estoy llorando, me duele la garganta, y me doy tanta pena que al mismo tiempo me dan ganas de darme de ostias a mí mismo. Por qué… Si al final es mejor así, es mejor estar solo que mal acompañado, ¿no?

Sí, claro. El corazón es así de amable. Así de mal educado. Debo reconocer que tal vez el origen de todo está en mis padres (hala, tenía que salir). Ahora lo veo claro, arrastro ese lastre sin haberlo sabido detectar hasta ahora. Pero aún sabiéndolo soy incapaz de frenar el dolor. El dolor de no querer cambiar las sábanas porque aún huelen a ella (mira que soy guarro). El dolor de mirar el teléfono y resistir con todas mis fuerzas las ganas de llamarla… El dolor de saber que no me quiere y que le doy pena… El enorme vacío que ha dejado… Es todo una mierda.

Me gustaría pensar que cuando esto pase será la última vez… Pero no, amigos, eso no es verdad, porque no es la primera vez que me ocurre y, sencillamente, estoy hasta los cojones. Me dirán que la vida es así, que hay que asumirlo y que, por otro lado, el amor es maravilloso. Claro que sí. Lo sé. No piensen que no soy capaz de ver lo bella que es la vida. Soy capaz de abstraerme de esta situación concreta y ver las cosas desde otra perspectiva, una más global, y puedo ver la suerte que tengo y todo lo que nos ofrece este mundo. Y ahí está la clave.

¿Cómo carajo, sabiéndolo, siendo consciente, no consigo quitarme del alma este cuchillo de cocina? Siento como si caminara con él clavado desde la espalda… Cuando me subo en el ascensor tengo que entrar con cuidado porque el jodío es más grande que el receptáculo. A veces en vez de un enorme cuchillo de los que manejaba Rambo tengo la sensación de que es una enorme flecha, con plumas y todo. Con esa ni puedo entrar al ascensor. Es mi forma de sentir que hay algo que no encaja, que estoy en fase de reconstrucción… Digo yo.

Ese es el dolor de fondo (como un ruido constante que uno puede sobrellevar). Lo peor son los golpes repentinos. Cuando me viene a la cabeza algún recuerdo. Eso son puñaladas fugaces, pero bestiales. Y respiro hondo, y me digo que tengo mucha suerte por haber tenido esas experiencias (y mi otro yo me dice «y un cojón»). Así vamos, mis múltiples yoes, el que dice que mejor así porque estar con alguien que no te quiere desgasta mucho; el que la echa de menos a morir porque ella tiene todo lo que me gusta de una chica; el que la odia porque es la única forma de empezar a eliminarla de mi memoria inmediata. Y el que se resigna al dolor y ruega para que pase, si no pronto, al menos con el menor número de «víctimas» posible. Y hay otro: el que ha decidido ir a un psicólogo para que le dé consejo. No vamos a arreglar el mundo de mis emociones, pero al menos vamos a intentar comprenderlo mejor.

Para estar mejor preparado la próxima vez.
Porque amigos, ahora lo sé: habrá próxima vez.

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P.D.: No me escriban dándome ánimos, que esto es un cuento. Si les ha gustado y conocen a alguien en una situación semejante… denle ánimos a él/ella. Sentir dolor también es señal de estar vivos. Al menos nos queda ese consuelo… y si hay próxima vez será porque en medio, en algún momento, nos habremos vuelto a enamorar. Qué ganas tengo…

Se me han roto las alas

Luisa Rojo Gayán. Exposición de Fotografía «Alas rotas». http://www.luisa-rojo.com/fotografia/exposiciones/alas-rotas.html

Estaba yo con la cabeza en otra parte.

Sí.

Literalmente.

Me la desencajé por la base del cráneo y me la fui dejando por ahí… es que soy muy despistada. Me la dejé en la frutería, al lado de los melones, y no quedaba mal, incluso hacía juego (salvo por el color, claro… y porque los melones no tienen ojos). Me la dejé también en un probador de ropa y esa vez tardé más en recordar dónde me había dejado a mí misma. En realidad no sabía muy bien quién dejaba olvidado a quién. Creo que por momentos era la cabeza la que perdía al cuerpo. Aunque no me preocupaba mucho. Era como si durante algunos segundos nada importase. Imagínense: olvidar la cabeza. Perderla y no recordar dónde la has dejado… y que no te importe lo más mínimo. A veces la tenemos tan cargada de cosas que es más cómodo desmontarla y deshacerse temporalmente de ella. Otras veces basta con conectarla a alguna fuente de vaciado, como puede ser una tele o algún juego chorra de internet. ¡Uy, internet! Eso mejor no, que llena mucho y a veces hasta hace pensar. La tele no. Para encontrar algo que merezca la pena hay que buscar mucho… En fin, es como todo. Yo ahora mismo no sé ni cómo estoy escribiendo. Tengo la cabeza en otra parte. Tal vez en la cocina mirando la nevera vacía y valorando dónde quedarían mejor los huevos (esos morenos que tienen impresa en rojo la fecha de caducidad). O en la ventana viendo la lluvia mientras cae la tarde, chocando sobre el cristal y formando diminutos riachuelos que resbalan hasta caer sobre el alféizar. O en el parque respirando la humedad de la tierra, sintiendo cómo se me moja el pelo y se me pega a la cara… O en aquel balcón cálido parecido a un invernadero, junto a mi orquídea preferida, viendo en tiempo real cómo se abren sus magníficas flores… mientras detrás el sol tiñe de naranjas el juego de nubes que flotan sobre el mar… Continuar leyendo «Se me han roto las alas»

Mi cabeza no está. Se ha enfadado. Y creo que se ha enfadado conmigo. Ay, qué difícil es lidiar con alguien tan cabezota… Lleva días ignorándome. Cada vez que intento que vuelva se da la vuelta y se enfurruña… Yo le digo que no he podido evitarlo, que tenía que elegir. Ella no entiende que en la vida, como decía mi querida Cleopatra, hay unas pocas opciones: hacer lo que debes, hacer lo que quieres… o no hacer nada.

A mí me ha tocado hacer lo que debo. Lo he hecho en contra de mí misma. He tenido que elegir entre mi miedo y mis alas. Y mi cabeza no me lo ha perdonado. Menudo fastidio… Ahora que he hecho lo que debía mi cabeza ha decidido no hacer nada hasta que elija lo que de verdad quiero hacer y lo haga. ¡Esa maldita cabeza llena de pelos! Mira que me está dando quebraderos de cabeza… ¡En realidad me importa un bledo que se quede por ahí! Lo prefiero. Esta cabeza no sigue la corriente, no encaja en este mundo… ¿No entiendes que las alas ya no servían para volar? Solo me daban problemas. ¿Saben lo que cuesta el mantenimiento de unas buenas alas? ¿Unas alas bien cuidadas y preparadas? Es un esfuerzo muy grande para los tiempos que corren. Y ya no era fácil.

… por eso se me han roto las alas…

¿Creen que hice mal?

Ay, mi cabeza… Es posible que si voy a aquel jardín me la encuentre oliendo alguna flor chuchurrida. Yo le diré «eso no huele a nada». Y ella me responderá «porque tú lo digas, idiota». Me mirará, de nuevo enfurruñada, y elegirá un trozo de hierba verde desde el cual me ignorará con el entrecejo marcado (si pudiera, se cruzaría de brazos y me daría una patada en la espinilla). Mientras, yo seguiré esperando que se vuelva. En algún momento, se volverá a mirarme. Yo, descabezada, seguiré ahí, esperando.  Y cuando vea que su ceño se relaja un poco (porque en el fondo le doy pena) me daré la vuelta para enseñarle mis alas. «Las mandé arreglar», le diré. Y ella sonreirá primero. Luego soltará una lágrima. Volverá conmigo mientras acaricio una de mis alas heridas.

Voy a curarme despacio. Me va a costar no estar todo el día discutiendo con ella, con mi cabeza. Sé que volverá a quedarse por ahí, en la barra de alguna cafetería junto a los restos de un colacao, o en un andén de metro tirada en un rincón. Es que soy muy despistada. Pero aunque a veces discutamos, aunque alguna que otra vez incluso nos odiemos, tengo que reconocer que tiene razón. Prefiero hacer lo que quiero. Prefiero tener miedo durante un tiempo que toda la vida. Y, llegados a un extremo, prefiero no hacer nada durante un tiempo para que me dé tiempo a pensar (valga la redundancia). Y luego hacer las cosas bien. Lo que quiero, no lo que debo. Así conservaré mis alas. Que ha costado mucho llegar hasta aquí para que ahora me las corten.