Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un grifo que soñaba con que, algĂşn dĂa, alguien le enrollara un poquito de cáñamo, ya que se le habĂa aflojado la junta y no le gustaba estar goteando todo el rato.
Porque una cosa es abrir un grifo y usar el agua que corre firme y decidida, y otra muy distinta es no cerrarlo con la suficiente fuerza o dejar que un huequito traicionero deje escapar el preciado lĂquido o que el tiempo haga que esa gota siga cayendo, incondicional, porque nadie puede nada contra la gravedad.
Arturo, nuestro grifo (¡no tienen por quĂ© llamarse todos Roca o Grohe!), era de esos antiguos grifos de una sola llave. VivĂa en un lavadero antiguo, de un mármol marrĂłn veteado de blanco muy elegante (el lavadero, Curro, era muy buena gente, aunque un poco reservado). Estaba en un lugar un tanto extraño, ya que se encontraba pegado a la entrada de la casa, una casita baja de una planta en mitad del campo. Junto al lavadero habĂa una enorme ventana, de manera que Arturo, situado entre la puerta y la ventana, veĂa todo el interior de la casa y, al abrirlo, disfrutaba de las vistas a las verdes extensiones.