Un corazon (con acento en la o)

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, un corazón cansado que latía con dificultad. Era este un corazón animoso y joven, cargado de ilusiones y esperanzas pero que, por algún motivo, en los últimos días, notaba su vigor aminorado y sus fuerzas reducidas.

Miraba extrañado a su alrededor, contemplando las venas y arterias que de él salían dirigiéndose al resto del cuerpo, divisando a ambos lados a los pulmones que le miraban con cara de preocupación, intentando esforzarse más para que no faltara el oxígeno, asomándose a la izquierda del esternón para poder ver el resto de órganos, más abajo, tocando al compás de su latido para trabajar como uno sólo… Siempre había ido todo bien, pero hoy se sentía extrañamente cansado.

Ventrículos, aurículas, tabique, válvulas (pulmonar, aórtica y mitral), aorta, «venas cavas»… El corazón hacía todo lo que podía, pero se sentía fatal. Le preocupaba que Aurora, su anfitriona, su «usuaria», su yo, en definitiva, estuviese sufriendo por su culpa. Notaba cómo ella se llevaba la mano al pecho e intentaba seguir con normalidad, pero se veía obligada a sentarse debido a la repentina fatiga.

Algo iba mal. Continuar leyendo «Un corazon (con acento en la o)»

Un par de días después del inicio del problema, el corazón oyó unas voces hablando con Aurora. Menos mal que había ido al médico en seguida. Los oídos prestaron atención y encendieron los altavoces internos para que todos pudieran escuchar lo que decían los doctores. A corazón le fallaba una válvula (anda, -pensó- es verdad, la pobre… Últimamente le cuesta moverse).

Debían operar.

Los cardiólogos le decían a Aurora que su vida corría peligro si no le hacían un trasplante urgente. ¿Trasplante de qué? – pensó aterrado el corazón-. Oh, no… Trasplante de corazón. Es lógico. Estoy enfermo y la vida de Aurora corre peligro… Qué decepción… ¿Cómo puedo fallarle a estas alturas?

El corazón de Aurora, triste, decepcionado, sintiéndose un fracasado, pensó en todo lo que habían vivido juntos, desde que maduró cuando Aurora no era más que un feto, en su tercera semana de formación desde su fecundación, en el cálido útero materno, donde latía más de 140 veces por minuto, ansioso por verla crecer y saber cómo sería su carita. ¡Ay Aurora! ¡Si ni siquiera sabía si ibas a ser niño o niña hasta unas semanas después de conocernos!

Ahora no soy más que un estorbo -se dijo-. Por un momento se sintió abatido. Todos le miraron, apenados… Él, que era la chispa de la fiesta… El pulmón derecho se dirigió al corazón con decisión. Mira, Cori, -le llamaban cariñosamente «Cori»-, las cosas no están en su mejor momento, todos lo sabemos. Pero no te dejaremos tirar la toalla. Ya has oído a los médicos.

Aurora va a necesitar un corazón nuevo. Pero hasta entonces, hasta que le salven la vida, tenemos que aguantar. No puedes venirte abajo ahora. Tienes que resistir. Por todos nosotros…

El corazón de Aurora, henchido de orgullo, aunque con evidentes signos de deterioro, decidió aguantar lo que hiciera falta. Y, ayudado por sus compañeros, empezó su lucha.

Paradójicamente, Aurora tenía ahora que esforzarse por no hacer esfuerzos. Ignoraba el trabajo en equipo que sus órganos desarrollaban, ignoraba incluso que ella era una pieza más de ese trabajo en equipo. Ahora se cuidaba mucho de no hacer nada que pudiera cansarla, tomaba sus medicamentos y procuraba no ponerse nerviosa.

Evidentemente, debido a su miedo a la muerte, los nervios a veces la traicionaban, pero intentaba pensar en cosas hermosas para tranquilizarse y evitarle un mal trago a su corazón, que se aceleraba sobremanera cuando ella se preocupaba demasiado.

Inevitablemente, un par de meses después, todo empeoraba paulatinamente. Corazón estaba casi exhausto. Creía que no aguantaría mucho más, y los pulmones se dieron cuenta de que todo empezaba a encharcarse. El hígado y los pies se estaban hinchando. Tuvieron que ingresar a Aurora para ayudarla. El corazón nuevo no llegaba y Aurora estaba tan cansada…

Cori no podía oír. Ni podía permitirse prestar atención a otra cosa que no fuera aguantar, obligando a su válvula defectuosa a continuar funcionando, dándole y dándose ánimos, empeñados en luchar. Sólo podía pensar en seguir latiendo. Un latido más. Un latido más. Que no sea el último… Uno, dos, tres, cuatro… aurículas, ventrículos, empuja, vamos… otra vez…uno…dos…  uno… dos…

Estaba tumbado cuando, casi dando un impotente adiós, de pronto, vio algo que se abría sobre él. Algo que le enseñaba la luz. La luz de un quirófano. En un último intento, se dijo que debía aguantar, que ya estaba allí su sustituto. Uno, dos, tres, cuatro… ¡otra vez! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡¡Uno, dos tres, cuatro!!

Una incisión en el esternón, hábiles manos redirigen la sangre con unos tubos hacia una máquina que bombea la sangre para que se mantenga oxigenada y siga su circuito durante la operación, para que el resto de los órganos sigan funcionando con normalidad.

Todo listo. Ha llegado el momento. “Me estoy moviendo de mi sitio. Nunca me había movido así…”.

Uno, dos, tres, cuatro…

Uno, dos, tres…

Uno, dos…

¡Uno!

Los médicos extraen el corazón cansado de Aurora. Justo un último latido. Púm pum. Sólo el tiempo necesario para ver cómo ponen en mi lugar a un precioso y sano corazón. Púm pum.

Miro hacia abajo y lo veo. Le guiño un ojo. Púm pum.

Todo irá bien, amigo. Púm pum.

Tiene cara de asustado. Púm pum.

Es normal. Acaba de perder a su «anfitrión». Púm pum.

Pero ahora tiene otro nuevo. Y será bien recibido. Púm pum.

Me ponen en una preciosa bandeja plateada… Mmmmm, qué cómodo estoy… Púm pum.

Ahora puedo descansar tranquilo… Púm… estoy… agotado… pum.

Cuánta luz hay por  aquí… Púm… ¡ahora entiendo que los ojos pidieran a gritos unas gafas de sol! …pum.

Qué cansado estoy… Púm… ya está …pum.

Ya puedo dejar de latir… Púm… qué paz …pum.

…y es que érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, (Púm…) un corazón cansado que latía con dificultad (…pum).

La vela

Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, una vela sencilla que quiso iluminar al mundo para hacerles ver la belleza más pura, esa que no necesita ser iluminada.

Era esta una vela de cera virgen de abeja, teñida con un tenue color verde, que permanecía en un pequeño vaso de cristal desde que, mucho tiempo atrás, la fabricara una señora en un taller de manualidades.

Aún recordaba cuando, en el momento de su nacimiento, las manos que la crearon mezclaban el tinte con la cera derretida, dejando trazos más intensos en algunas zonas, y cómo, antes de enfriarse, depositaron la cera con la mecha en medio (una de fibra de lino) dentro de aquel vaso de cristal transparente. Continuar leyendo «La vela»

El vaso, que era muy parlanchín, les había contado que, antes de ser vela, había sido vaso de nocilla y que había visto mucho mundo. Tanto la cera de la vela como la mecha, se sabían de memoria todas las historias del vaso. Pero había cosas que el vaso, pese a ser transparente, no podía ver, tal vez porque estaba tan ensimismado en sí mismo (valga la redundancia) que no se daba cuenta. La cera verdosa, junto con la mecha, hablaban de sus cosas a menudo: que si hoy hace más calor y me estoy ablandando, que si hace mucho que no nos encienden, que si mira qué aspecto tan triste tiene esa bombilla, todo el día dando luz, que si esto y que si lo otro…

El vaso de nocilla les contaba que había velas de muchos tipos. Y la cera y la mecha lo sabían, pues en el taller donde la fabricaron vieron a muchas otras velas. Las había hechas de gel, transparentes y que daban mucho juego para meter conchas y flores secas, había velas tradicionales de parafina, las curiosas velas de microcera, que eran como arena de cera…

Pero el sueño de esta vela era volver atrás en el tiempo para recuperar algo que habían perdido. La señora que la había fabricado, Encarna, tenía 87 años. La vela llevaba 5 años en aquella estantería del salón, esperando que Encarna volviese a encenderla como aquella noche en la que, chispeante, recibió la visita de Alfonso, un compañero del taller de manualidades. Alfonso volvió por casa muchas veces, casi 2 años estuvo visitándola, hasta que dejó de ir.

Había pasado mucho tiempo desde entonces, Encarna parecía triste y ya no había vuelto a encender la vela. La cera y la mecha no sabían que Alfonso había muerto.

Mucho tiempo atrás, cuando Encarna no tenía aún arrugas en la cara, las velas sólo se encendían por necesidad porque, al caer la noche, si querían leer o coser, tenían que encender las velas para ver algo. Luego, con la luz eléctrica, ya no eran tan necesarias. Sólo se guardaban en el cajón de abajo por si se iba la luz.

Más adelante, empezaron a hacerse velas de muchos colores que apetecía encender por el mero placer de disfrutar de la luz que daban las llamas. Encarna tenía bonitos recuerdos de aquella época en la que encendía velas, junto con su madre y sus hermanas, en el saloncito de su casa, para charlar en la intimidad. Su hermana Dolores leía sentada en el silloncito, con una vela en la mesilla. Su madre y su hermana Angustias cosían manteles, sábanas y bordaban toallas. Ella, que era la más pequeña, jugaba con los retales que sobraban y se entretenía haciendo muñecas destartaladas.

Pero hacía mucho tiempo de todo aquello. Depués Encarna se hizo moza, se casó y, muchos años más tarde, se quedó viuda. No pudo tener hijos y se encontraba un poco sola, pues sus hermanas se habían ido ya. Pasaron años hasta que salió de casa y, a propuesta de una amiga, se apuntó a un taller de manualidades que organizaba su ayuntamiento… Allí conoció a Alfonso. Recuperó la sonrisa y las ganas de vivir. Pero un tiempo después Alfonso cayó enfermo y, finalmente, murió…  Pasaron meses antes de que Encarna decidiera que necesitaba un cambio.

Aquella noche, se puso su mejor vestido, preparó la mesa como en Nochevieja, encendió la vela, apagó las luces, puso una cinta en el radiocaset y cenó como si estuviera en una noche íntima. Era su 88 cumpleaños y le apetecía celebrarlo así. Cuando terminó de cenar se quedó mirando la vela. La mecha y la cera se iban consumiendo. «Como la vida -pensó-«.

Posó su cara sobre uno de sus brazos y se quedó mirando la vela mientras sonaba una melodía dulce como el almíbar que acababa de comer. Cerró los ojos y vio a su hermana Angustias cosiendo y sonriéndole, a Dolores leyendo, que levantó por un momento los ojos de su libro y también le sonrió. Curiosamente, su marido y Alfonso estaban en la sala, sonriendo también… Su madre, le tendió una mano para que dejara de jugar y se levantara del suelo porque empezaba a hacer frío…

Tras consumirse, la vela se apagó.

Y es que érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, una vela sencilla que quiso iluminar al mundo para hacerles ver la belleza más pura, esa que no necesita ser iluminada.

La mirada

Érase que se era, como todas las cosas que existen y existirán, un hueco en un muro viejo. Era un muro casi histórico, de esos que separan dos terrenos en el extenso campo verde, un muro de piedras y barro, con la consistencia que dan el paso de los años y el respeto ante algo que divide y nos dice qué es tuyo y qué es mío. Junto al muro, un árbol silencioso que casi nunca hablaba porque dormitaba la mayor parte del tiempo, cantando la canción del susurro de las hojas. El hueco, relativamente joven, oía hablar al viejo muro, compuesto de infinitas partes que a su vez opinaban sobre cada pensamiento y elucubración del anciano ya que, aunque eran historias que casi todos conocían, no les importaba escuchar cómo el muro las repetía una y otra vez. Y el hueco escuchaba siempre con atención cada historia.

La que más le interesaba era la de su propio nacimiento, la que narraba cómo cayó la piedra que estaba antes en su lugar y cómo más tarde desapareció, llevada por alguna mano misteriosa. Continuar leyendo «La mirada»

Dicen que un día, mientras las nubes corrían blancas sobre el inmenso plato celeste, como la espuma de las olas que se escurre entre la arena mojada de la playa, el muro vio llegar dos ejércitos, uno por cada lado.

Se apostaron miles de hombres, frente a frente, dispuesto a matar y a morir por no se sabía qué extraño motivo, ya que el muro y todos sus infinitos componentes no podían comprender semejante estupidez en los humanos. Durante días, vieron cómo los hombres excavaban túneles de gusano (nunca entenderé por qué en esos días adquirieron esos hábitos subterráneos -decía la voz profunda del muro- pero os aseguro que se arrastraban y olían como los gusanos de tierra y se movían como las retorcidas lombrices).

Luego, a la vez que sacaban la tierra, la colocaban a modo de pared en la superficie del terreno. Como si un muro ancho y resistente como yo no fuese suficiente -escuchaba decir el hueco al orgulloso muro-.

“Claro que -continuaba el muro- los hombres sabían muy bien lo que hacían, pese a que sus fines fuesen tan ignominiosos para con todo el conjunto de la humanidad…” -el muro siempre hablaba con la propiedad que confieren la experiencia y la ancianidad… aunque a veces nadie entendiera lo que decía.

Durante días la vida se limitó a contemplar la actividad de los humanos de uno y otro lado. Hasta que, terminadas las obras de construcción de aquellos túneles y… -el muro pensó unos instantes- “¡Trincheras! Así es como ellos las llamaban…”. Terminada la construcción de las trincheras, los hombres, una noche de verano, empezaron a lanzarse fuego cruzado.

¡¡¡Fiiiiunnnn, bbbaaaabooooom, ssssssslottt, tran tran, pim pam pum!!!

En esta parte el muro se emocionaba tanto que todos sus componentes temblaban… la pequeña piedra que se sostenía milagrosamente en la esquina más apartada, casi en el filo del muro, temblaba de miedo cada vez que llegaba esta parte de la historia, pues temía caer al suelo y no volver a  formar parte nunca más de aquella intensa vida colectiva, que era la única que conocía o recordaba.

Toda una noche estuvieron con el estruendo del fuego -contaba el muro con voz profunda- veía cómo pasaban volando sobre mí aquellas cosas infernales, debo reconocer que pasé mucho miedo (todos se sobrecogían, piedras, granos de arena, briznas de hierba, motas de polvo, granos de polen, tierra esparcida, gotas de rocío y huecos de aire, todos, al imaginar cuán terrorífica debía ser una situación para llegar a atemorizar al imponente muro). “Hasta que vi cómo algunos empezaron a arrastrarse, en medio del ruido, saliendo de sus agujeros, y acercándose hacia mí. Podía verlos en cada explosión, de esas tan intensas que iluminan la noche, parecidas a cuando, en fiestas, los vecinos de los pueblos circundantes lanzan sus fuegos artificiales (todos asentían, recordando la primera vez en que cada uno de ellos vio cómo la noche se hacía día con la intensidad de la luz del fuego).

Sentí un profundo terror cuando vi a dos hombres, una de cada bando, acercándose frente a frente. Claro que, como yo estaba en medio, no podían verse. Fue tan providencial como extraño; iban el uno derechito a la posición del otro. Cuando se apostaron contra el muro pude verles mejor. Estaban cubiertos de barro, oliendo al intenso aroma que genera el miedo, respirando de forma entrecortada, mojados por el rocío que había caído sobre la hierba desde el atardecer, negras sus uñas de tierra húmeda, solos sus cuerpos ante la incertidumbre de la muerte y el pánico al dolor… Uno frente al otro.

Luego, uno de ellos cogió algo que llevaba colgado del cuello, lo besó, y empezó a hablar, con la cabeza gacha, susurrando el incomprensible idioma de los hombres. Al otro lado, el otro hombre escuchó, al principio sorprendido, luego, inmensamente triste, de manera que acabó llorando, siendo escuchados sus sollozos por el hombre que susurraba. Sobresaltados ahora los dos, comenzaron a hablarse a través del muro, agachados… al parecer se conocían.

Cuán terrible puede llegar a ser la locura del hombre.

“Y cuán maravillosa su cordura -apostilló el árbol, con voz de mujer, que dejó a todos impresionados por lo poco habitual que era oírlo hablar- pues el humano es sorprendente para lo malo, pero también para lo bueno”.

“Resultó – continuó el árbol ante el asombro de todos, incluido el muro, que permaneció, no ofendido, sino halagado por su participación, ya que nunca lograba terminar el cuento de una forma atractiva- que aquellos hombres de guerra, llevados por la historia que no puede escribirse porque está sometida a la voluntad de los que ignoran a conciencia la esencia de la vida, eran en realidad hombres de paz”.

“Serenos -dijo el árbol moviendo lentamente sus ramas hacia el hueco, impactado por el súbito protagonismo que estaba tomando- empujaron la piedra que se hallaba antes en este hueco. Al contrario de lo que afirma el anciano y sabio muro, aquellos hombres no se conocían. Pero, para el hombre, hay algo tan universal como para nosotros el viento que nos roza, tan propio del mundo como el tiempo.

Y es que el hombre reza.

Es ese susurro, ese ruego a la vida. No importa en qué idioma se haga, ni a qué divinidad se dirijan, pues todos lo entienden como una súplica, una entrega, el reconocimiento de su infinita pequeñez ante el engranaje de la propia existencia… y esos hombres, vistas sus caras a través del hueco, -el hueco no recordaba muy bien sus primeros momentos de vida- bañados en lágrimas sus ojos, decidieron que no habría muerte en sus manos esa noche. Fracasados sus mutuos intentos, apagados sus iniciales arrebatos, los hombres se miraron y comprendieron que, al menos esa noche, debían conservar algo de humanidad, esa que la locura les estaba arrebatando”.

“Mucho tiempo después -dijo el muro, complacido- un hombre viejo y canoso pasó por aquí. Parecía conocer el terreno, y, paseando lentamente, afectado por los años, vino directo al hueco -al sentirse aludido el hueco miró a su alrededor, recordaba al hombre viejo-. Buscó en el suelo y encontró la piedra que aquella noche de fuego los hombres derribaron para verse las caras. Y el hombre dijo unas palabras, las primeras comprensibles que hemos oímos nunca de boca de hombre:

– «Jamás he podido olvidar esa mirada».

El anciano miró al árbol, miró el muro, y se agachó para ver a través del hueco. Esta parte la recordaba el hueco claramente.

“Yo lo vi –dijo tímido el hueco, cuya voz sonaba infantil-. Sus ojos parecían mirar al infinito, pero en realidad se paraban justo al otro lado, en donde estuvo la cara de aquel otro hombre. Vi en su retina el reflejo de cada gesto, de cada lágrima, noté cómo sentía en su pecho el ritmo de su respiración… Él también lloró entonces, cansados sus ojos de recordar, pero con la conciencia en paz.”

Cuán terribles pueden ser los recuerdos de un hombre.

Y cuán convincente su mirada.

Porque érase que se era, como todas las cosas que existen y existirán, un hueco en un muro viejo.

La lata de cocacola

Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, una lata de cocacola muy especial. Era ésta una lata muy peculiar que había recorrido mundo. Ya no era en absoluto parecida a una lata nueva, de esas que habitan en una máquina refrigerada en las que depositas una moneda, ni de esas relucientes que hay en las estanterías de los supermercados, no. Esta lata estaba toda abollada. Como era una lata antigua, había perdido la argolla y sólo un triste tono anaranjado, recorrido por unas letras grisáceas, podía dar a entender que, en su día, fue una brillante lata de cocacola.

Esta lata, que no solía dar mucho la lata, recorrió las carreteras a base de golpes. Recordaba su primer golpe. De hecho recordaba toda su vida, desde que salió de la fábrica, fue llenada del preciado líquido, depositada en una caja junto con numerosas compañeras, cual ejército rojo y plata, hasta que, situada en primera fila en la estantería de una tienda de ultramarinos, en la esquina entre las calles «La Serrana de la Vera» con «El séptimo sello», en la ciudad de Venezuela, fue trasladada a la nevera para estar fresquita y, de allí, pasó a las manos de un chaval llamado Tito. Continuar leyendo «La lata de cocacola»

La lata recordaba cómo, en una calurosa tarde veraniega, el chaval, mirando aquella lata como si se tratara de un bien tan preciado como un esperado regalo, se la llevó hasta un muro junto a una papelera y, como en un ritual, se sentó sobre el muro, con las piernecillas colgando, ya que no debía tener más de nueve o diez años.

El chaval tiró de la argolla de metal hacia fuera, (las latas modernas de hoy se abren empujando hacia adentro) abriéndola en un estruendoso «prrsshhhtttsss». Luego, sediento, tiró la argolla en la papelera y se llevó la abertura de la lata a la boca, sintiendo ambos el cosquilleo de las burbujas de gas, que querían ser siempre protagonistas de estos momentos íntimos entre la lata y quien la bebía. La lata casi no pudo despedirse de su argolla, que pasó a una nueva y más reducida existencia, aunque no por ello menos apasionante (pero esa será otra historia).

La lata pensó, mientras el niño bebía, que era para eso para lo que había estado esperando desde que pudiese recordar. La magia del beso entre la lata y el niño, ese rato que pasó, mientras iba consumiendo su contenido, era el motivo y fin de su creación…

¿Y ya está? -pensó en un rápido reflejo de supervivencia que le impidió disfrutar del momento- ¿Ya se acaba mi historia? ¿Qué ocurrirá cuando termine el niño de beber? ¿Qué será de mí?

Había escuchado alguna historia sobre viejas latas que, finalmente, habían sido recicladas. Otras terminaban en lugares maravillosos y otras… nunca se volvía a saber de ellas. Debe ser triste la vida de una lata una vez usada.

El momento se acercaba. Estaba casi vacía. Y sintió temor ante lo que vendría después.

Cuando Tito terminó de beber, sentado en un pequeño muro junto a un terreno en el que los chavales solían jugar, miró la lata con satisfacción, cogió una piedra afilada del suelo y empezó a rayar la lata: estaba escribiendo su nombre. Miraba la lata, mordiéndose la punta de la lengua y entornando los ojillos, como quien está haciendo algo complicado y quiere que le salga bien. Cuando casi estaba terminando de rayar, un chaval gamberro pasó por su lado y, de un manotazo, le arrebató la lata y echó a correr. Tito salió corriendo tras él, decidido, gritando que le devolviera su lata. Corrieron y corrieron. La lata no recordaba cuánto tiempo pasaron persiguiéndose, pero sí recuerda que, en un momento dado, el chico gamberro, viendo que iba a ser atrapado, antes de rendirse y devolver la lata, prefirió soltarla sobre un montón de basura. Al pasar, frenético en su persecución, Tito no la vio… sus esperanzas de volver con él desaparecieron en cuanto dejó de escuchar el ruido de los chavales.

Al principio, se quedó sobre aquel montón de basura sin inmutarse. Veía pasar a la gente, a los perros, a los gatos, y no se movía. Luego, aburrida, decidió dejarse caer por un lado del montón de basura, a ver si lograba llegar a algún sitio… puede que Tito lograra encontrarla…  Se impulsó un poco y, ligera (nunca se había sentido tan liviana) empezó a rodar calle abajo. Al principio aquello le pareció emocionante y divertido. La cuesta abajo le iba dando velocidad… Rodaba y rodaba rebotando sobre el suelo de tierra y piedras, hasta que llegó al final de la calle y… menudo susto. Un montón de coches pasaban a toda velocidad… ¡y ella estaba en medio! Un pequeño roce bastaba para mandarla al otro lado de la calle, hacerla girar, enviarla de nuevo a la otra punta…

¡Bing, bang! En uno de esos golpes, fue tanto el impulso que rebotó unos metros y acabó cayendo por el hueco de una alcantarilla.

Ahora flotaba sobre una especie de riachuelo plagado de objetos… y, en un santiamén, llegó al mar. Y allí pasó muchas horas, flotando. El oleaje y las mareas la fueron llenando de agua, hasta que, cansada de resistirse, fue a parar al fondo del océano. Allí conoció otro mundo, la vida submarina, tan distinta a todo lo que conocía. Pero no era su medio y sentía nostalgia de la superficie. Hasta que, un día aciago, un pesquero de arrastre la sacó del fondo marino junto con cientos de peces. Cayó sobre la superficie del barco y, al verla, un pescador la tiró de nuevo al mar. Qué tristeza la suya.

Al menos, vacía, podría flotar unos días más y disfrutar del aire fresco… Vieja, abollada, descolorida, quemada por el sol y el salitre, perdida toda ilusión, flotó durante largos días y oscuras noches. Llevada por las corrientes, una noche volvió a caer en una red de pescadores, pero este barco era más pequeño y se dirigía hacia la costa. Por fin a tierra -pensó-.

Una vez en la playa, al abrir las redes, varios hombres se acercaban y daban precios, cogían pescado y se lo llevaban. Un señor mayor que había ido a comprar pescado fresco, vio la lata, la cogió, la miró detenidamente, y se la llevó.

Después de todo lo que la lata había visto, esto hizo que se sintiera confusa y sorprendida. No entendía para qué querría alguien una lata vieja y sucia. El señor viejo lavó la lata con mucho cuidado, la secó y la envolvió. Cuando la lata volvió a ver la luz, alguien, con la ilusión de un niño y un cuerpo de hombre, la estaba desenvolviendo con una inmensa pasión. Cuando la vio, y se fijó en las letras rayadas, se le saltaron las lágrimas. La lata no entendía nada. El hombre miró al anciano y se abrazaron.

– Papá, ¿cómo…?

– Los caminos del Señor son infinitos -le dijo el anciano al hombre-. Vete tú a saber la de cosas que podría contarnos esta lata…

– Cuánto lloré el día que Luis me la quitó y echó a correr como un demonio. Cuando le pillé y no la tenía encima… Te había suplicado tanto que me dieras una, guardando el secreto de para qué la quería y darte una sorpresa, que luego no pude parar de llorar…

– Ahora ya tienes tu lapicero, hijo. El mejor del mundo. Con tu nombre y todo…

La lata sintió que Tito la acariciaba con un cariño especial… Ahora, tras tantas aventuras, cargada de lápices y bolígrafos, sobre un escritorio lleno de papeles, mira por la ventana hacia el exterior y divisa el cielo azul… No importa que sus colores no sean intensos.

Todo lo demás lo es.

Porque érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, una lata de cocacola muy especial.

La gota

Érase que se era, como todo lo que ha existido, existe y existirá, una gota de lluvia, ligera, pero consistente, que eligió no caer nunca sobre superficie alguna para no desaparecer.

Tuvo conciencia de sí misma cuando se sintió caer.

Antes, vagas imágenes saltaban a su líquida memoria relacionadas con una enorme nube y miles de gotas acumuladas en ella, pero no podía asegurar que aquellos recuerdos fueran reales, ni siquiera podía asegurar que fueran recuerdos. Así que lo primero que sintió al dar comienzo su existencia como gota individual fue la sensación de estar precipitándose al vacío.

Miraba a su alrededor mientras se deformaba por la velocidad y la presión y veía miles de diminutas gotas, como ella, maleables por la fuerza de la caída, deformadas y estrujadas por una intensa energía que podría asemejarse a la de las tías y familiares que te estrujan la mejilla de forma intransigente cuando tienes regordetes mofletes y ojos grandes. Es un impulso estúpido. Y así se sentía la gota: maltrecha en su recién estrenado infantil orgullo, manoseada por el aire. Continuar leyendo «La gota»

De pronto vio que algunas gotas, al rozarse y tomar contacto, se convertían en una sola… ¡Qué susto! -pensó- ¿y dejar de ser yo, para ser… otra cosa? ¿Qué resultará de la unión de dos gotas? Seguro que se pierde mi esencia… No puedo permitirlo. Y la primera lucha de la gota, tras intentar defenderse de la fuerza de la caída, fue no rozar a ninguna otra gota, alejarse de las que se acercaban demasiado por la fuerza rafagada del viento traicionero (eso que sopla y no puedes ver)…

Luego, cansada de tanto esfuerzo, se percató de que algo allí abajo se estaba acercando… ¡Por las barbas de una nube! ¡Eso grande y marrón se acercaba a ellas de forma suicida! ¿Quién le iba a decir a esa gota que ellas eran las que se movían y no la Tierra? Nunca habría podido entenderlo… Pero maldijo y maldijo, estrenando la parte malcriada y maleducada de su forma acuática (nunca podrías imaginar las maldiciones que puede soltar una gota de agua en momentos extremos).

Después de mucho gritar (los gritos de una gota pueden llegar a ser estremecedores, afortunadamente no los oímos), y viendo que, inexorablemente, iba a terminar estrellándose sobre aquella enorme cosa
redonda que ahora parecía plana, intentó encontrar la manera de evitarlo sin perder el control de la situación.

A ver, unirme a otra gota está descartado -pensó- no evitaría el desastre. Intentar evadirme de mi forma corpórea es una cuestión metafísica que, por mucho que traten de explicarme, no voy a entender… ¡soy una gota de agua, no el Dalai Lama!… así que, sólo me queda encomendarme a la Virgen de la gota de agua (extraños son los caminos de la gota) y esperar que ocurra algo extraordinario.

Y ocurrió que, estando la gota a un centímetro del suelo, habiendo visto ya cómo miles de sus compañeras se fundían en la tierra, caían sobre plantas, hojas, ciudades, mares, ríos, seres y niños con mofletes gordos, ocurrió que, inesperadamente, de golpe, se evaporó.

Se hizo el silencio.

Desapareció esa sensación de caída libre, se evaporaron (y nunca mejor dicho) las tensiones. Por un momento, pensó que su existencia había llegado a su fin. Una especie de «muerte de la gota». Pero seguía siendo consciente de su propia existencia, así que aquello debía ser otra cosa… una evolución, como la de los pokemon (las gotas tienen un acervo cultural innato sin origen definido, lo mismo las atraviesa una onda de radio nacional de españa, radio clásica, en plena emisión de Tchaikovski, que el rebote de un satélite de televisión emitiendo dibujos animados; aunque el colmo de una gota es que te rebote información del Meteosat…).

Ahora sentíase flotar, elevándose gracias a una corriente de aire hacia lo desconocido. Su suerte había sido distinta a la de sus compañeras. Seguía siendo una gota, pero gasificada. Y tenía la sensación de que, tarde o temprano, volvería a ser gota pero, mientras, quería descubrir los misterios de lo etéreo, lo que no tiene forma, lo que flota sobre todas las cosas. Por un momento pensó que debía evitar toda superficie. Sí, eso es. Tengo que permanecer como gota en el mundo para ser testigo de todo lo que vive bajo las nubes -se dijo-.

Y, queridos y queridas todos y todas, la gota rebelde sigue allí arriba, enviando informes a las nubes. A veces, cuando se condensa, vuelve a caer como gota, pero ya no se preocupa, tiene garantizado el regreso. Alguna vez casi roza con otras gotas, y en alguna ocasión se ha sentido tentada de dejarse caer y unirse a cosas bellas que le producen una curiosidad infinita: flores de mil colores, hojas anatómicas sobre las que deslizarse, caminos de polvo que la harían estrellarse en forma de estrella con esquinas redondeadas… una vez cayó en forma de cristales, como copo de nieve… Fue la vez que más sólida se sintió.

Pero esta gota cumple su promesa de no dejarse llevar por su instinto natural de gota…

Y es que, érase que se era, como todo lo que ha existido, existe y existirá, una gota de lluvia, ligera, pero consistente, que eligió no caer nunca sobre superficie alguna para no desaparecer.

La letra «a»

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una letra cansada que estaba harta de ser (mal) utilizada. Era una «a» minúscula, la primera de las vocales, la mayor y, por tanto, la que había tenido que ser la hermana responsable de todas las demás díscolas. Porque la «e» siempre había sido una rebelde independiente que no hacía caso a los consejos de la «a». Cuántas veces, por fastidiar, en vez de «e» se escribía «6» o «9».

La «i» era más educada, tal vez porque no soportaba los desvaríos de la «e», pero era una olvidadiza y siempre se estaba dejando el punto por ahí, dando pie a la creación de la expresión «vamos a poner los puntos sobre las íes». La «o» y la «u» se llevaban muy bien entre ellas y la «a» las mimaba un poco, lo justo para que crecieran conservando la magia de la infancia. La «o» lo había pasado muy mal porque la llamaban gordita, actitud que siempre le sorprendía (no terminaba de acostumbrarse y respondía «Ooo» a cada rato, pero sobre todo cuando la llamaban gordita, ante lo cual la «u» se enfadaba muchísimo, impulsándose a sí misma y asustando a los que se metían con la redondita «o». Un «uuuu» bien entonado en mitad de la noche puede llegar a ser aterrador)… Continuar leyendo «La letra «a»»

También estaba la «y», que quedaba fuera de la familia (un turbio asunto de su padre que nunca se aclaró) pero a la que apreciaban igualmente, pese a que la mayor parte del tiempo estaba sola y se relacionaba poco con las demás letras, aunque muchas veces unía frases, cosa que la enfrentaba con la temible coma («,»).

Pero lo que había hecho que la «a» se cansara tanto era el uso indebido que de ella hacían al hablar y escribir, en los medios de comunicación, en internet, en las ondas de radio y en las microondas… hombre, ya está bien. Una tiene su orgullo -pensó-. Y decidió comenzar una huelga.

D  l  c sulid d de que empezó es  huelg  justo en el momento en que se est b  escribiendo este cuento. ¿Cómo podí  h cer p r  termin r de escribirlo si no podí  us r l  letr  » «?…

El lector/la lectora tuvo suerte, y la «a», momentáneamente, sintió lástima por la narradora que estaba contando su propia historia y volvió a escena, pero sólo para contar el cuento que, ahora, privilegiad@ amig@, estás leyendo.

¿Por dónde íbamos…?

¡Ah, sí!

No había ningún motivo concreto, pero, al mismo tiempo, tenía muchas razones para estar enfadada. En definitiva, simplemente estaba cansada de ese mal uso. Y la letra «a» decidió ponerse en huelga.

Al principio, el sector más afectado fue el de la publicidad. De pronto, los anuncios de Marlboro anunciaban «M rlboro» (aunque no se notó mucho la diferencia), la Coca Cola se convirtió en «Coc  Col «, la leche Pascual en leche «P scul» (con la evidente risa), por lo que nadie sabía de qué producto estaban hablando.

Luego llegó la confusión en los nombres de los hijos. La gente llamaba a «Ntonio», «Jun», «Pco», «Mnuel» y los únicos que se libraban eran algún Luis, y Jose (p dre put tivo de Jesús, otro que se libró… bueno, se libró de esto, no de otras cosas). Más tarde, cuando la confusión fue generalizada, la gente intentó saber qué estaba ocurriendo a través de las noticias de la televisión, pero todo era un caos.

Exceptuando los periódicos rusos, chinos, japoneses, etc., (porque ellos no usan la grafía escrita «a» como tal) los rotativos salían con enormes huecos en donde debía ir una «a». ¡Y no era por falta de tinta! Horror. Las «as» habían desparecido.

Al hablar, nadie en todo el mundo se entendía, ni siquiera a sí mismo, porque todo lo que sonara a «a» desparecía. Era como si las cuerdas vocales se hubieran rebelado al tiempo que la propia letra. Era el caos total. El planeta estaba en crisis. ¿Cómo venderían ahora los traficantes su » rm s»? ¿Cómo harían los políticos «prev ric ción» (que suena a erección chunga)? ¿Cómo podría sobrevivir la economía mundial sin «B nc «?

Y el mundo se sintió tan confuso que calló.

De pronto, sólo el lenguaje corporal funcionaba. La gente tuvo que ir más despacio y mirar más a los demás, intentar comprender a la persona que tenían delante, una por una, esforzándose por llegar a un acuerdo o, simplemente, intentando comunicarse. Porque descubrieron que, en plena era de la comunicación, abundaba e imperaba la incomunicación. La velocidad, las prisas, el ritmo frenético de la vida no les dejaba escucharse. Oían, pero no escuchaban.

Y durante un tiempo tuvieron que acostumbrarse a escuchar con los gestos, a mirar con atención, a ir más allá de lo puramente superficial. Hasta que un buen día la «a», que se había ido a una isla desierta a descansar y a ligar con un grupo de letras divertidas (la m y la f tuvieron su momento de gloria), decidió volver con las pilas cargadas para darle al mundo una oportunidad.

Las gargantas secas volvieron a tener ganas de hablar. Los satélites de comunicaciones recuperaron su ritmo. Y, poco a poco, todo volvió a la normalidad. Aunque a veces volvemos a echar de menos eso de «escuchar los gestos». Y es que, érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una letra cansada que estaba harta de ser (mal) utilizada.