CuentoFilia

Categoría: Cosas que sienten

Personalizando objetos que sienten y padecen, disfrutan y sueñan. Dando vida a las cosas.

  • La peineta

    La peineta

    María cruza la calle. Es esa María, la de la noticia que leí ayer. Debo estar soñando porque no me suena la cara. No la conozco de nada. María cruza la calle con sus zapatos de señora del 36, con su moño y sus horquillas, porque le sienta tan bien el pelo recogido que para qué cambiar. María está cruzando la calle, aunque sabe que, probablemente, no llegue al otro lado. Cruza con una mezcla de sensaciones: ojalá llegue al otro lado. Para qué habré salido. Era mejor quedarse encerrada en casa. No voy a llegar al otro lado. Me han visto, seguro. Se oyen pasos. Justo detrás viene alguien. Pero consigue cruzar. Cruza la calle y entra en la casa. Anochece.

    María se sienta frente al espejo y empieza el ritual de cada noche, antes de acostarse. Se va quitando la pequeña peineta y las horquillas, una a una, y nos va depositando sobre un platillo de cerámica. Se va cayendo el moño. Se suelta el pelo, despacio. Nosotras, las horquillas, la peineta, nos quedamos en el platillo, cotilleando, charlando, riendo. La vida de una peineta está llena de responsabilidad. Hacemos nuestro trabajo para que el peinado se quede en su sitio todo el día. Que, a veces, no es fácil. Mucho trajín.

    María se va a la cama. Un día más. O un día menos. Llevamos mucho tiempo con ella, aunque siempre hay horquillas entrando y saliendo del grupo. Algunas se pierden, otras, simplemente, desaparecen. Dejan de estar en el mundo. Nadie sabe adónde van. Solo queda el silencio.

    Siete de septiembre de 1936. María se levanta y se hace el moño, como cada día. Se coloca sus horquillas y su peineta. Llevamos un tiempo en Pozuelo, la verdad es que no sabemos muy bien por qué. Hay mucho revuelo estos últimos días.

    Llaman a la puerta.

    Se respira el miedo. Ya es tarde. Esta vez no hay escapatoria. Nos sacan de la casa, no sabemos si a empujones. No queda nadie para contarlo. Las peinetas no tenemos voz. Pero vemos los ojos. Vemos las almas.

    ¿Quiénes la detuvieron? ¿Qué alma oscura disfrutó agarrándola, sacándola de su casa, sabiendo adónde la llevaban? ¿Qué pobre alma obedeció órdenes sin más, tragándose la culpa por el horror que iban a cometer? ¿Cuántas almas negras flotan aún hoy en el aire, regocijándose acaso con lo que pasó después, alegrándose de la noticia de ayer, pensando “así es como tiene que ser”? ¿Cuántas almas sufren hoy por aquello que pasó? Hay tanta oscuridad…

    Salimos a la calle. Nos llevan hasta el cementerio, junto a una tapia. Nos colocan allí, junto a la tapia. Parece que, salvo ellos, los de las armas, no hay nadie más. No vemos lo que ocurre. Se oyen disparos.

    Silencio.

    Tierra.

    Negrura.

    Siete de septiembre de 1936. Unas horquillas. Una peineta. Frente a las tapias de un cementerio. La primera mujer alcaldesa de una democracia en España, fusilada. Fusilada.

    No queda nadie para contarlo. Pero están los huesos. Están quienes los desentierran para recuperar la memoria. Y están las horquillas y la peineta. Tras años de tierra, vemos algo de luz. Nos desentierran. No queda nada de su cabello. Pero seguimos aquí. Testigos sin sentido del sinsentido. Del horror… Solo queda el silencio.

    Un silencio atronador.

     

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    Cuento inspirado en las noticias:

    Exhumada María Domínguez, primera alcaldesa democrática de España

    Créditos de la fotografía: «Peineta aparecida junto a los posibles restos de María Domínguez / ARICO», extraída de la noticia de Cadena Ser «A estudio los posibles restos de María Domínguez, la primera alcaldesa democrática«

  • El olor a tierra mojada tiene nombre

    Crédito: https://medium.com/@cronociclope
    Crédito imagen: https://medium.com/@cronociclope

    Podía pasarse horas mirando cómo los caracoles aprovechaban la tierra húmeda después del verano para poner sus huevos. Luego, con mucho cuidado, los sacaba con una palada de tierra solo para observarlos, blanquecinos y traslúcidos, con aquel pequeño ser vivo creciendo en su interior. Después los devolvía a su agujero, con mucha delicadeza.

    Era una niña. Tenía la gran suerte de tener un jardín lleno de bichos. Y una alberca. Bueno, la alberca, que soy yo. Aunque les hablo desde el pasado, porque ahora soy otra cosa. En aquella época las albercas en los jardines servían para acumular el agua dulce y el agua de lluvia para regar. En las zonas de costa había sequías que hacían que el agua del mar entrara hasta los pozos, haciendo que de los grifos saliera agua salada. Eso era terrible para los cultivos, porque se secaban si los regaban con ese agua (por efecto de la osmosis). Y luego está lo de los pececillos de agua dulce que murieron cuando empezó a salir agua del mar por las tuberías…

    El caso es que durante una época hubo cortes de agua. Solo cuatro horas de agua al día (que solía ser por la noche) aunque, eso sí, agua dulce. En esas horas llenaban las albercas para tener agua de regadío. Yo era una alberca modesta, no llegaba al metro de altura. La idea era almacenar, pero acabé siendo objeto de juegos de las niñas. En verano se bañaban, y en invierno rescataban y estudiaban a los bichos que acababan en mis dominios.

    Aunque había alguien que lo hacía durante todo el año. Lucía se preocupaba tanto por los bichos que caían al agua que, a veces, no podía dormir. Se despertaba, se erguía en su camita, se ponía las zapatillas despacio, creyendo que nadie más se daba cuenta, y arrastrando un poquito los pies, abría la puerta y salía a la parte de atrás de la casa. Se subía en una caja de madera que tenía apartada en una esquina y, con una red limpiapiscinas de esas para retirar las hojas de la superficie, sacaba a los bichos que veía flotando. Era tan pequeña que apenas tenía fuerza para sacarlos, pero también era testaruda y hasta que no los sacaba a todos, no paraba. A veces eran pocos. Otras había un montón que iba a cumulando en mi borde de cemento.

    El sistema era siempre el mismo: los sacaba, cogía una hojita seca, los levantaba en volandas de la red del limpiapiscinas, los ponía sobre la superficie y soplaba un poquito para que se secaran. Les hablaba. Les contaba que, al ser bichitos tan pequeños y la alberca tan grande, debía parecerles como el mar. Y hablaba y soplaba un poquito durante un ratito. Algunos bichos se movían, se estiraban, caminaban y, de tener alitas, acababan echando a volar. En esos momentos a Lucía se le iluminaba la cara. Otros, los pobres, estaban requetemuertos y no había forma de resucitarlos. Entonces Lucía se quedaba muy seria, en silencio durante un rato, y cantaba muy bajito: “Pobre bichito, pobre bichito, que no sabía nadar. Pobre bichito, pobre bichito, que cayó en el mar”.

    La madre de Lucía se asomaba a la ventana que daba a mi zona y, por una rendija de la persiana, vigilaba a Lucía. Y escuchaba la letra de la canción que se había inventado para los bichitos. Y lloraba, que yo lo sé, aunque no podía verla.

    A Lucía, que vivía en un pueblo de costa, no le gustaba el mar. Lloraba desconsolada cuando lo veía. Así que no iban a la playa. Y su madre esperó, paciente, a que los años y la adolescencia hicieran su efecto. Lucía creció y acabó quedando con sus amigos para ir a la playa.

    Cuando pasó el tiempo, cuando se fue la sequía, me vaciaron de agua, elevaron mis muros y me techaron. Ahora soy una especie de cuarto de juegos, sala de reuniones o caseta de jardín, de todo un poco. Aquí viene Lucía con sus amigos a veces, a leer, a jugar a videojuegos, o a contar historias.

    Todos saben que Lucia es adoptada, entre otras cosas porque su mamá lo dice abiertamente. Un día uno de sus amigos, Abel, le preguntó si recordaba algo de antes, algo de su vida pasada, antes de ser adoptada. Lucía se quedó pensativa y dijo:

    – Era muy pequeña, pero cuando tenía siete u ocho años, un día empezó a llover en el jardín, cuando esto era todavía una alberca. Y olí la tierra mojada, que había estado tan seca… Y recordé que había olido eso mismo antes, en otro lugar, muy lejos… antes del viaje.

    Y se hizo el silencio. Porque todos sabían o intuían de qué hablaba Lucía. Yo, que era una alberca, no sé de viajes ni de cruzadas. Solo sé de niñas que cantan y que cuentan historias. Pero los años no habían borrado el profundo dolor al evocar lo que ella había elegido llamar “el viaje”.

    Dicen que hay lugares en los que la vida se hace tan dura que hay que huir, atravesar desiertos y montañas, hacer largas travesías que muchos no superan. Dicen que muchos niños y niñas mueren por el camino. O son vendidos. Prostituidos. Tratados con crueldad. Y luego, olvidados en el fondo del mar. Olvidados. Olvidados sin nadie que les cante. Olvidados o tal vez recordados por madres y padres que lloran lágrimas secas.

    Madres y padres, o hijos e hijas, quién sabe, que esperan un día que la huida tenga sentido, o que esa tierra cobre vida cuando, un día, empiece a llover.

    – ¿Sabes que eso tiene un nombre, Lucía?
    – ¿El qué?
    – El olor a tierra mojada. Tiene un nombre.
    – ¿Ah, sí? ¿Y cómo se llama?
    – Petricor.

    Lucía piensa en los bichitos que sacaba del agua, en su empeño por rescatarlos a todos. Y en lo bonita que es esa palabra: petricor. En lo bonito que es saber que el olor a tierra mojada tiene nombre.

  • Y, sin embargo, tan joven…

    SN1979C_in_M100Brrrr… Hoy tengo un apetito voraz… Es curioso. Hace unos años no comía tanto. Estaré “gestando algo”. Jeje… el desayuno es la comida más importante. Siempre lo han dicho. Aunque yo no tengo mucho problema con eso: cualquier hora es buena para comer. Para engordar. ¿Engordar? Bueno, eso habría que discutirlo -¿dónde habré dejado los cubiertos?-.

    ¿Acaso engorda un agujero negro? Porque si se trata de acumular gran cantidad de masa en un espacio muy compacto… engordar, engordar, lo que se dice engordar… Pero, ¡por toda la materia oscura, qué hambre más grande tengo! Me voy a colocar la servilleta al cuello que luego me pongo perdidito…

    En realidad eso de comer no me había gustado tanto hasta ahora. Antes, en mi vida pasada (anda que… ¡¿lo tengo que explicar todo?!)… Antes yo era una estrellota, una estrella masiva. Las hay enormes, mucho mayores, pedazos de estrellas que, se supone, pueden alcanzar hasta 300 veces el tamaño de la estrellita esa que os alumbra. Pero esas tan gordas viven la vida loca, porque son tan grandes que lo bueno les dura poco… las pobres… ¡Boom!

    Bueno, volviendo a mí, (que soy el centro de esta conversación unilateral) no es que yo fuera un monstruo, pero vamos, con unas veinte veces la masa del Sol, grande era.

    Hasta que pegué el reventón.

    Hijos, qué le voy a hacer. La materia evoluciona. Y a mí me toco pasar de ser estrella masiva a ser un agujero negro. Podría haber acabado como una estrella de neutrones, pero no… Me tomaba un par de planetoides de tapa. Pero, por todos los asteroides, ¡qué apetito tengo! Mira, yo no sé si lo que está orbitándome por ahí (lo veo por el rabillo del ojo) es mi estrella compañera o son restos de la explosión, ¡pero que no se acerque que me lo trago! El salero… ¿dónde está el salero?

    Tengo que reconocer que, tras el estallido, he sufrido una ligera pérdida de memoria… Hay muchos datos de mi vida pasada que no recuerdo ni por asomo… Tampoco es que me preocupe mucho. Me han llamado de todo, pero desde luego el último nombre es de lo más curioso: SN1979C. Como si yo no supiera cómo me llamo… -pues la verdad es que no me acuerdo…-

    No es que tenga problemas de personalidad… Ni de doble personalidad… Es que, aunque parezca que tengo una larga vida a mis espaldas no paran de decirme que soy un chaval. Tan viejo… y sin embargo tan joven.

     

    Inspirado en la noticia del diario El País Un joven agujero negro en nuestro vecindario cósmico”, por A.R./Madrid

    Enlace a fuente de la imagen.

     

    Versión sonora del cuento «Y sin embargo, tan joven» en ivoox:

    Música de la introducción: Lee Rosevere, tema “Planet F” del álbum “Trappist 1”. Bajo licencia Creative Commons. Música del cuento “Y sin embargo, tan joven”: Podington Bear, tema “A1 Rogue”, del álbum “Brooding”. Bajo licencia Creative commons

  • Jack

    Guante de lana.Nunca sabremos de dónde vino, sólo que lo compraron en una tienda por tres euros. Al par. A los dos. Por tanto, a euro y medio cada uno. Al contrario de lo que pueda pensar la gente, dos guantes no tienen por qué llevarse bien. Ni siquiera tienen que conocerse. Pueden pasarse la vida sin hablarse. Es muy triste, sí. Pero es así.

    Nadie comprende cómo, habiendo estado juntos tanto tiempo (fabricación, almacenaje, transporte, exposición, adquisición, uso y, fuera de temporada, cajón de la derecha) tienen esa tendencia tan peculiar a permanecer como entes autónomos manteniéndose a la defensiva y evitando entablar relaciones profundas entre ellos. Tal vez lo vean como algo antinatural. Pero ¿qué puede ser lo natural en la vida de un par de guantes?

    Yo tengo una teoría. Jack sabía que, tarde o temprano, iba a pasarle lo que le pasó. Nos pasa a todos. Y, para evitarse disgustos, se dejó llevar por su tendencia natural al ostracismo (o, en este caso, al “guantecismo”).

    Aquel día ocurrió lo que todos tememos que nos ocurra alguna vez: se perdió.

    «No entiendo cómo le has dicho que sí, después de todas las conversaciones que hemos tenido sobre este asunto –María (pues así se llamaba la joven, aunque Jack no lo supiera) se sentó en el banco del metro, quitándose el gorro y sus propios guantes, sin ver que, en el respaldo, reposaba Jack-. ¿Pero no ves que te está engañando? No… No, cariño… No se trata de dinero. Pero si ya lo hemos hablado. Es tu dignidad, ¿no te das cuenta? ¡Así es como se desprestigia una profesión! Pues… pues ya nos arreglaremos. Ya… Ya sé que lo estás pasando mal… ¿Crees que yo no? No es… -se acerca, inexorable, el metro, y María se levanta y se aleja-«.

    Jack se queda perplejo. Señala en su mente lanuda las palabras nuevas que ha escuchado: “engañando”, “dinero” y “dignidad”. Empieza a darle vueltas a las posibles combinaciones de letras de palabras cuyo significado no acaba de entender. Porque Jack es un guante pequeño, como de mano de cinco años, y hay cosas a las que aún no ha tenido acceso. Aunque avispado (sin aguijones), Jack es aún joven para discernir ciertas cosas.

    Hay mucha gente yendo y viniendo y pocos se sientan en el banco del metro. Lo que más extraña a Jack es que pocos hablan. Leen, miran sus teléfonos móviles, hablan por teléfono… Jack está demasiado acostumbrado a una niña de cinco años que habla por los codos, habla de todo y con todos. Por eso le extraña. A Jack le gusta escuchar y ahora le resulta difícil. Sólo oye retazos, palabras sueltas, murmullos.

    Es curioso… Jack no está asustado. Tiene la sensación de que esto forma parte de su trayectoria vital. La vida de un guante de lana de mano pequeña implica perderse. Puede que esa sea su última etapa. Si nadie le ve utilidad, si nadie lo coge, si nadie…

    Ahora se ha espaciado el tiempo entre metro y metro y se empiezan a sentar personas. Si no se conocen, no hablan. Eso Jack no lo comprende. Si puedes hablar, deberías intentar hacerlo con los desconocidos. A los conocidos ya se lo has contado todo, ¿no? Tal vez por eso, en la genética de un guante, esté definido el no hacer buenas migas con tu reflejo especular, con tu guante opuesto… aunque a mí me sigue pareciendo una actitud muy, pero que muy rara.

    “Esa discusión no me interesa –se sienta una pareja mayor- porque es algo que hemos hablado un millón de veces y siempre llegamos, agotados, a la misma conclusión”. Ella tiene el pelo blanco, tirando a ese azul extraño que llevan algunas abuelas, fruto de una libre interpretación, en las peluquerías, de qué color proporciona mayor presencia a una dama entrada en años. Él está un poco calvo, y el pelo que le queda es gris. Se toca el cuello antes de replicar: “Ya sé que siempre acabamos en tablas, no se trata de convencer a nadie de nada. Y tampoco es una discusión, es una conversación. ¿No podemos hablar de este tema sin sentirnos… agredidos?”. Ella lo mira, sorprendida, y se levanta cuando ve que falta un minuto para el siguiente metro. “No sólo eres testarudo, también eres ingenuo. Y la combinación de las dos cosas te hace ser encantador, pero también pesado. Eres un cansino”. Él se levanta tras ella y ambos entran en el metro, despacito, de la mano. Cuando se cierran las puertas, Jack ve cómo se besan.

    Jack sigue ahí cuando se apagan las luces. Ha pasado mucha gente hoy por el metro. Perderse y que te coloquen sobre el respaldo de un banco tiene su encanto. Ha aprendido palabras nuevas. “Conclusión”, “agredidos”, “ingenuo”. “Cansino” ya se la sabía. Y sigue mascullando mentalmente las nuevas palabras, que ya forman parte de su acervo guantil.

    Al día siguiente, Marta hace el mismo trayecto que el día anterior. Hoy no ha llevado a la peque a la escuela, le tocada a Alberto, que le ha mandado un whatsapp por si sabe dónde está el guante que le falta. “Vaya, pues igual se le ha perdido. No le gusta que se los ate…”. “Bueno, no pasa nada –escribe Alberto-. Creo que debo tener algunos viejos míos por ahí que guardó mi padre, ya sabes que lo guarda todo. :)”. En ese preciso instante Marta pasa junto al banco donde está el guante. Jack la reconoce. Marta va mirando el móvil…

    Y pasa de largo.

  • La estrella y el polvo, un cuento con epílogo *

    http://www.eso.org/public/images/eso9846a/

    La estrella llegaba al final de su vida.

    Si las estrellas pudieran sentir, pensar o elaborar cadenas de palabras (en inglés, porque como en toda la ciencia ficción, si hay visita de extraterrestres, hablan en inglés… Pues esta ficción, aunque sin extraterrestres, no va a ser menos)… Como decíamos, ¿qué ideas asaltarían a esta gigante roja que empezaría en breve a perderse para dejar de ser un objeto y pasar a ser miles de ellos?

    Las partes empezarían a tomar conciencia, a discurrir, a sentir los efectos de la reciente muerte en sus recientes vidas. Un ciclo salvaje e impertérrito. Hermoso y cruel. Un ciclo cargado de incógnitas y de variables.

    Pero volvamos al principio, que nos estamos poniendo muy tremendos…

    Nuestra estrella había disfrutado de una larga vida. Es lo que ocurre cuando se tiene una masa relativamente pequeña. Las estrellas con hasta ocho veces la masa del Sol tienen una prolongada y pacífica existencia. Al contrario que sus primas, las estrellas masivas, que tienen una vida corta y explosiva (la vida loca, que se le llama).

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  • La caja azul

    http://www.ile-aux-nounous.fr

    Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una caja azul metida en un trastero. Era una caja de cartón que no podía contarnos mucho porque había prometido guardar el secreto de su existencia y de su presencia en el lugar donde empieza este cuento. Y así es como dejamos que la historia se cuente sola…

    Tenía doce años cuando se enfrentó a aquel reto.

    Era pequeña, de dientes algo torcidos y pecas mal repartidas. Negros ojos, vivos y grandes, tal vez demasiado grandes. Un pelo rebelde, ni rizado ni lacio, siempre en un intento de recogido en forma de trenza o coleta. Tan delgada que toda la ropa le quedaba grande. Ni asomo de femineidad, lo cual la mantenía en un vilo constante, ya que la preadolescencia no perdona y las hormonas, crueles, hacían de las suyas, pero no de un modo visible.

    Berta.
    Además se llamaba Berta.
    ¿Por qué no la habían llamado Laia, como su madre?

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  • ¿Me concede este baile, señorita?

    Los satélites TanDEM-X y TerraSAR-X durante su vuelo. Créditos: DLR.14 de octubre de 2010. Fue entonces cuando por fin empezó a acercarse a mí. Llevaba un tiempo observándolo, llena de preguntas. El vacío está helado. ¿Se imaginan estar allá arriba, sola, en silencio, sin nadie con quien hablar, sin un triste compañero con quien compartir las alegrías y las penas?

    ¿Se imaginan mi sorpresa, después de estar tres años sola, cuando vi que él llegaba hasta donde estaba yo y empezaba a mirarme? Al principio me asusté. Han sido cinco meses de mirarnos en la distancia. Sin más…

    Así que cuando empezó a acercarse se me recalentaron todos los circuitos (es una metáfora, claro). Porque, generalmente, estamos solos. Hay muchos como nosotros. Muchas almas perdidas orbitando la Tierra que, con el tiempo, cuando ya no son útiles, van acercándose a la atmósfera y la atraviesan hasta desintegrarse o, con suerte, caer al mar. (más…)

  • Un extraño

    La superficie árida de aquel lugar del planeta permanecía inamovible, silenciosa, casi absurda. No era normal por aquellos lares. Allí, en su pequeño círculo, debían estar en constante movimiento, simulando vida, simulando actividad. Un viento rojizo empeñado en dar sentido a las tormentas de polvo quiso restablecer la situación. Quería llevarse lo que podrían ser pensamientos, transmisiones eléctricas que flotaban en un espacio irreal y olvidado. Información.  ¿Tal vez una débil señal? Una oportunidad, quizás, de seguir comunicándose, de estar…

    ¿Qué son seis años en la vida de un planeta? Eso no es nada… solo un paréntesis en el conocimiento. Pero un conocimiento tan valioso… La fría batalla de Troya pudo con él. Una batalla contra la quietud y el invierno.

    El viento quiso que aquel extraño volviera a recorrer su pequeño espacio, que con esa delicada lentitud se moviera haciendo lo que fuera que solía hacer. Pero quería que se moviera. Uno de sus brazos pareció reaccionar… pero nada. Sólo era el viento. Aquel suelo árido permanecía ausente, soñando. Tal vez bajo su superficie hubiese algo esperando. Tal vez fuera una simple bacteria. Tal vez nada. Pero ahora tendrían que esperar. Porque la Spirit permanecía en silencio. A su alrededor, Marte.

     

    Publicado en noviembre de 2011 en el blog de CreativaCanaria.com

  • La burbuja

    Burbujas

    Érase una vez que se era, como todo aquello existe y existirá, una burbuja que inició un incierto camino. Pero, ¿cómo se genera una burbuja, ese «glóbulo de aire u otro gas que se forma en el interior de algún líquido y sale a la superficie»? ¿Y por qué hacen cosquillas? Esta burbuja no sabía si el dióxido de carbono que la componía acabaría formándose o no… En principio una diminuta legión de burbujas se sucedía desde un mismo origen y se elevaba a través del líquido rosado. Parecían hormiguitas, una detrás de otra, rítmicas, sinuosas, ordenadas. De vez en cuando alguna díscola intentaba salir de la línea, pero sólo lograba un desgarbado giro para volver luego a la formación única, la que les llevaba a una superficie a partir de la cual todo era incierto… Así era la breve e intensa vida a presión de una burbuja. (más…)

  • El piano

    Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, un piano que quiso volver a sentir vibrar todas sus cuerdas. El piano recordaba tantas cosas que ordenarlas era demasiado complicado… sólo podía asociar los recuerdos con melodías. Entonces sí podía darles sentido y uniformidad. Cómo olvidar al joven pianista que había llorado sobre sus teclas tocando a Bach después de que su amor lo abandonara… Cómo no recordar a la pequeña que aprendía a tocar en secreto, interpretando las canciones de los Beatles que escuchaba en casa de sus padres… Cómo no evocar tiernamente a la cantante de jazz enamorada en secreto del bailarín errante que solo sabía tocar piezas de Hancock… Nuestro piano había recorrido tanto que le costaba conservar sus recuerdos…

    La casa en la que vivía era oscura. Antes había cambiado tantas veces de lugar que estar parado ahora no le importaba. Sentía que necesitaba descansar y eso era lo que hacía. Una vez al mes, siempre por la tarde, la chica que vivía en la casa levantaba la tapa, cogía un pincel y un paño, y limpiaba cuidadosamente las teclas. Despacio, para que no sonaran. (más…)