La mariquita

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una mariquita que quería perder sus manchas. Era esta una mariquita de un intenso color rojo, una coccinella de una variedad abundante, por lo que no se podía clasificar como ninguna especie en extinción. A esta mariquita, lo de no estar arropada por una ley le fastidiaba bastante, porque consideraba que una especie tan pequeña y de tan delicada estructura debía ser  protegida por encima de otras especies más favorecidas como, por ejemplo, el elefante…

Hay que decir que esta mariquita era muy quisquillosa, protestona y quejica, que  nunca estaba contenta y que se pasaba el día refunfuñando. Estas características no suelen ser comunes en las mariquitas, que son, por naturaleza, coleópteros alegres y de un humor envidiable. Pero se ve que los genes de este insecto, al que todos llamaban Paco (hablamos de un espécimen macho) habían acumulado la mala leche de muchas generaciones anteriores.

Paco, pues, renegando de su estatus de mariquita «vulgaris», decidió ser diferente para pasar a ser bicho protegido. El plan era el siguiente: debía, en primer lugar, encontrar la manera de ocultar esos puntos negros que tenía sobre las alas (o élitros)… Continuar leyendo «La mariquita»

A ver… uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… y siete. Como buen «septempunctata». Podía intentar cambiarlos de color, pero eso era más complejo… Luego, debía pasearse por los jardines botánicos hasta encontrar a un biólogo cuyo aspecto le inspirara confianza. Hacer que el encontronazo coleóptero-científico pareciese una casualidad era tarea de Paco.

Para dar el primer paso, Paco buscó un taller de pintura de coches. Encontró un coche rojo al que estaban reparando una abolladura y esperó a que el mecánico usara la pistola con pintura a presión. Debía ser muy cauteloso porque, si se acercaba demasiado, podía caer bajo el peso de una sola gota de pintura, o quedar pegado a la carrocería del coche de por vida, como añadido «extra made in titanlux». Cuando el mecánico empezaba a pintar, Paco vio, tal y como esperaba, que unas gotas caían al suelo, ocasión que aprovechó para coger una brizna de hierba, mojarla en la pintura de un intenso (y apestoso, ¡puaj!) color rojo, y cubrir los siete círculos negros que tenía en su espalda.

Inmediatamente después, se puso al sol dejando que la brillante pintura roja se secara y quedara adherida, cual pegamento «Imedio», a la superficie de sus alas. Notó que se había quedado un poco tiesa por el «efecto cola», pero era un inconveniente que ya tenía previsto. Se fue a un tronquito de aloe vera y solucionó su incomodidad dándose unos restregones. Luego, tras comprobar en el reflejo de la charca que era una mariquita sin manchas, toda roja… metalizada, se fue decidido al jardín botánico más cercano, que resultó estar a unos diez kilómetros.

Cuando llegó, estaba anocheciendo, y decidió descansar sobre una planta que, de lejos, ya le pareció un poco extraña, pues olía demasiado bien y tenía unas hojas con pinchos un poco raras. Mosqueado (evidentemente, es una expresión), finalmente Paco optó por cambiar el rumbo de su vuelo y se fue hacia un arbusto algo más normal. Afortunadamente Paco nunca llegó a saber que aquello era una planta carnívora de lo más voraz.

Cuando amaneció, Paco intentó desayunarse a algún incauto pulgón, pero aquello estaba más limpio que la patena y el pobre se quedó con las ganas. Decidió esperar, pese al hambre, a algún científico que le hiciera famoso y le sacara del anonimato.

Sabía (un día, sobrevolando el parque, lo leyó en «El correo de Soria» que sujetaba un señor) que en aquel jardín botánico trabajaban eminentes especialistas conocedores de la flora y la fauna de la zona. En uno de los departamentos desarrollaba su trabajo uno de los mejores entomólogos del mundo, Frasco Raso Pro, experto en coleópteros, que había descubierto dos clases nuevas de coccinellas en el último año: la Propylea quintuordecimpunctata y la Harmonia axyridis (Peasoarte).

Eso fue lo que impulsó a Paco a vivir esta aventura, aunque no se puede decir que Paco estuviera muy nervioso. Es verdad que Paco era un bicho templado que controlaba al cien por cien sus impulsos, al contrario que sus compañeras, que eran de un natural alegre y vivaracho, más bien descontroladillas en momentos de felicidad.

Decidido a salir del anonimato costase lo que costase, Paco, revoloteando sobre las plantitas del jardín botánico, empezó a buscar al Sr. Raso, Frasco para los amigos. Las casualidades de la vida hicieron que Paco chocara de bruces con Frasco, que salía de su despacho en dirección a la calle, y se puede decir que, del encontronazo, nació el amor.

Frasco se miró la nariz, donde Paco había hecho el aterrizaje forzoso y, sorprendentemente bizco (casi se cambia los ojos de sitio) se dirigió de nuevo hacia el despacho, despacio, muyyyy despacio, no fuera a ser que el nuevo descubrimiento echara a volar.

Cuando depositó a Paco sobre la mesa empezó a estudiarla poco a poco… Sí – se dijo- sin duda es una «septempunctata», pero apesta a pintura de coches… debe ser que le cayó algo encima… ¡No! gritó Paco en lenguaje mariquito. ¡No me jodas el invento, hombre! ¡Soy una nueva especie, gilipollas! (Se nota que Paco estaba muy enfadado).

Así que el profesor, delicadamente, limpió a Paco (que se resistió sobremanera) y, justo cuando iba a echarlo a volar se dió cuenta… Paco se estaba poniendo tan rojo del cabreo que hasta sus manchas negras se volvían rojas…

En fin, nos ahorramos el rollo del desarrollo y adelantamos las conclusiones del profesor: había descubierto a una mariquita de genes evolucionados que tenía la capacidad de camuflarse intencionadamente para ocultar sus manchas… no es exactamente lo que Paco quería, pero desde entonces vive como un pachá, digamos que Frasco ha creado el paraíso de las mariquitas en su jardín botánico… ¡Ah! Y ha quitado las plantas carnívoras…

Y fíjate en cómo empezaba este cuento para darte cuenta de que, a veces, lo que no nos gusta de nosotros, puede ser lo más interesante: érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una mariquita que quería perder sus manchas.

La gota

Érase que se era, como todo lo que ha existido, existe y existirá, una gota de lluvia, ligera, pero consistente, que eligió no caer nunca sobre superficie alguna para no desaparecer.

Tuvo conciencia de sí misma cuando se sintió caer.

Antes, vagas imágenes saltaban a su líquida memoria relacionadas con una enorme nube y miles de gotas acumuladas en ella, pero no podía asegurar que aquellos recuerdos fueran reales, ni siquiera podía asegurar que fueran recuerdos. Así que lo primero que sintió al dar comienzo su existencia como gota individual fue la sensación de estar precipitándose al vacío.

Miraba a su alrededor mientras se deformaba por la velocidad y la presión y veía miles de diminutas gotas, como ella, maleables por la fuerza de la caída, deformadas y estrujadas por una intensa energía que podría asemejarse a la de las tías y familiares que te estrujan la mejilla de forma intransigente cuando tienes regordetes mofletes y ojos grandes. Es un impulso estúpido. Y así se sentía la gota: maltrecha en su recién estrenado infantil orgullo, manoseada por el aire. Continuar leyendo «La gota»

De pronto vio que algunas gotas, al rozarse y tomar contacto, se convertían en una sola… ¡Qué susto! -pensó- ¿y dejar de ser yo, para ser… otra cosa? ¿Qué resultará de la unión de dos gotas? Seguro que se pierde mi esencia… No puedo permitirlo. Y la primera lucha de la gota, tras intentar defenderse de la fuerza de la caída, fue no rozar a ninguna otra gota, alejarse de las que se acercaban demasiado por la fuerza rafagada del viento traicionero (eso que sopla y no puedes ver)…

Luego, cansada de tanto esfuerzo, se percató de que algo allí abajo se estaba acercando… ¡Por las barbas de una nube! ¡Eso grande y marrón se acercaba a ellas de forma suicida! ¿Quién le iba a decir a esa gota que ellas eran las que se movían y no la Tierra? Nunca habría podido entenderlo… Pero maldijo y maldijo, estrenando la parte malcriada y maleducada de su forma acuática (nunca podrías imaginar las maldiciones que puede soltar una gota de agua en momentos extremos).

Después de mucho gritar (los gritos de una gota pueden llegar a ser estremecedores, afortunadamente no los oímos), y viendo que, inexorablemente, iba a terminar estrellándose sobre aquella enorme cosa
redonda que ahora parecía plana, intentó encontrar la manera de evitarlo sin perder el control de la situación.

A ver, unirme a otra gota está descartado -pensó- no evitaría el desastre. Intentar evadirme de mi forma corpórea es una cuestión metafísica que, por mucho que traten de explicarme, no voy a entender… ¡soy una gota de agua, no el Dalai Lama!… así que, sólo me queda encomendarme a la Virgen de la gota de agua (extraños son los caminos de la gota) y esperar que ocurra algo extraordinario.

Y ocurrió que, estando la gota a un centímetro del suelo, habiendo visto ya cómo miles de sus compañeras se fundían en la tierra, caían sobre plantas, hojas, ciudades, mares, ríos, seres y niños con mofletes gordos, ocurrió que, inesperadamente, de golpe, se evaporó.

Se hizo el silencio.

Desapareció esa sensación de caída libre, se evaporaron (y nunca mejor dicho) las tensiones. Por un momento, pensó que su existencia había llegado a su fin. Una especie de «muerte de la gota». Pero seguía siendo consciente de su propia existencia, así que aquello debía ser otra cosa… una evolución, como la de los pokemon (las gotas tienen un acervo cultural innato sin origen definido, lo mismo las atraviesa una onda de radio nacional de españa, radio clásica, en plena emisión de Tchaikovski, que el rebote de un satélite de televisión emitiendo dibujos animados; aunque el colmo de una gota es que te rebote información del Meteosat…).

Ahora sentíase flotar, elevándose gracias a una corriente de aire hacia lo desconocido. Su suerte había sido distinta a la de sus compañeras. Seguía siendo una gota, pero gasificada. Y tenía la sensación de que, tarde o temprano, volvería a ser gota pero, mientras, quería descubrir los misterios de lo etéreo, lo que no tiene forma, lo que flota sobre todas las cosas. Por un momento pensó que debía evitar toda superficie. Sí, eso es. Tengo que permanecer como gota en el mundo para ser testigo de todo lo que vive bajo las nubes -se dijo-.

Y, queridos y queridas todos y todas, la gota rebelde sigue allí arriba, enviando informes a las nubes. A veces, cuando se condensa, vuelve a caer como gota, pero ya no se preocupa, tiene garantizado el regreso. Alguna vez casi roza con otras gotas, y en alguna ocasión se ha sentido tentada de dejarse caer y unirse a cosas bellas que le producen una curiosidad infinita: flores de mil colores, hojas anatómicas sobre las que deslizarse, caminos de polvo que la harían estrellarse en forma de estrella con esquinas redondeadas… una vez cayó en forma de cristales, como copo de nieve… Fue la vez que más sólida se sintió.

Pero esta gota cumple su promesa de no dejarse llevar por su instinto natural de gota…

Y es que, érase que se era, como todo lo que ha existido, existe y existirá, una gota de lluvia, ligera, pero consistente, que eligió no caer nunca sobre superficie alguna para no desaparecer.

La letra «a»

Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una letra cansada que estaba harta de ser (mal) utilizada. Era una «a» minúscula, la primera de las vocales, la mayor y, por tanto, la que había tenido que ser la hermana responsable de todas las demás díscolas. Porque la «e» siempre había sido una rebelde independiente que no hacía caso a los consejos de la «a». Cuántas veces, por fastidiar, en vez de «e» se escribía «6» o «9».

La «i» era más educada, tal vez porque no soportaba los desvaríos de la «e», pero era una olvidadiza y siempre se estaba dejando el punto por ahí, dando pie a la creación de la expresión «vamos a poner los puntos sobre las íes». La «o» y la «u» se llevaban muy bien entre ellas y la «a» las mimaba un poco, lo justo para que crecieran conservando la magia de la infancia. La «o» lo había pasado muy mal porque la llamaban gordita, actitud que siempre le sorprendía (no terminaba de acostumbrarse y respondía «Ooo» a cada rato, pero sobre todo cuando la llamaban gordita, ante lo cual la «u» se enfadaba muchísimo, impulsándose a sí misma y asustando a los que se metían con la redondita «o». Un «uuuu» bien entonado en mitad de la noche puede llegar a ser aterrador)… Continuar leyendo «La letra «a»»

También estaba la «y», que quedaba fuera de la familia (un turbio asunto de su padre que nunca se aclaró) pero a la que apreciaban igualmente, pese a que la mayor parte del tiempo estaba sola y se relacionaba poco con las demás letras, aunque muchas veces unía frases, cosa que la enfrentaba con la temible coma («,»).

Pero lo que había hecho que la «a» se cansara tanto era el uso indebido que de ella hacían al hablar y escribir, en los medios de comunicación, en internet, en las ondas de radio y en las microondas… hombre, ya está bien. Una tiene su orgullo -pensó-. Y decidió comenzar una huelga.

D  l  c sulid d de que empezó es  huelg  justo en el momento en que se est b  escribiendo este cuento. ¿Cómo podí  h cer p r  termin r de escribirlo si no podí  us r l  letr  » «?…

El lector/la lectora tuvo suerte, y la «a», momentáneamente, sintió lástima por la narradora que estaba contando su propia historia y volvió a escena, pero sólo para contar el cuento que, ahora, privilegiad@ amig@, estás leyendo.

¿Por dónde íbamos…?

¡Ah, sí!

No había ningún motivo concreto, pero, al mismo tiempo, tenía muchas razones para estar enfadada. En definitiva, simplemente estaba cansada de ese mal uso. Y la letra «a» decidió ponerse en huelga.

Al principio, el sector más afectado fue el de la publicidad. De pronto, los anuncios de Marlboro anunciaban «M rlboro» (aunque no se notó mucho la diferencia), la Coca Cola se convirtió en «Coc  Col «, la leche Pascual en leche «P scul» (con la evidente risa), por lo que nadie sabía de qué producto estaban hablando.

Luego llegó la confusión en los nombres de los hijos. La gente llamaba a «Ntonio», «Jun», «Pco», «Mnuel» y los únicos que se libraban eran algún Luis, y Jose (p dre put tivo de Jesús, otro que se libró… bueno, se libró de esto, no de otras cosas). Más tarde, cuando la confusión fue generalizada, la gente intentó saber qué estaba ocurriendo a través de las noticias de la televisión, pero todo era un caos.

Exceptuando los periódicos rusos, chinos, japoneses, etc., (porque ellos no usan la grafía escrita «a» como tal) los rotativos salían con enormes huecos en donde debía ir una «a». ¡Y no era por falta de tinta! Horror. Las «as» habían desparecido.

Al hablar, nadie en todo el mundo se entendía, ni siquiera a sí mismo, porque todo lo que sonara a «a» desparecía. Era como si las cuerdas vocales se hubieran rebelado al tiempo que la propia letra. Era el caos total. El planeta estaba en crisis. ¿Cómo venderían ahora los traficantes su » rm s»? ¿Cómo harían los políticos «prev ric ción» (que suena a erección chunga)? ¿Cómo podría sobrevivir la economía mundial sin «B nc «?

Y el mundo se sintió tan confuso que calló.

De pronto, sólo el lenguaje corporal funcionaba. La gente tuvo que ir más despacio y mirar más a los demás, intentar comprender a la persona que tenían delante, una por una, esforzándose por llegar a un acuerdo o, simplemente, intentando comunicarse. Porque descubrieron que, en plena era de la comunicación, abundaba e imperaba la incomunicación. La velocidad, las prisas, el ritmo frenético de la vida no les dejaba escucharse. Oían, pero no escuchaban.

Y durante un tiempo tuvieron que acostumbrarse a escuchar con los gestos, a mirar con atención, a ir más allá de lo puramente superficial. Hasta que un buen día la «a», que se había ido a una isla desierta a descansar y a ligar con un grupo de letras divertidas (la m y la f tuvieron su momento de gloria), decidió volver con las pilas cargadas para darle al mundo una oportunidad.

Las gargantas secas volvieron a tener ganas de hablar. Los satélites de comunicaciones recuperaron su ritmo. Y, poco a poco, todo volvió a la normalidad. Aunque a veces volvemos a echar de menos eso de «escuchar los gestos». Y es que, érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una letra cansada que estaba harta de ser (mal) utilizada.