El niño al que le gustaba poco leer

Érase una vez que se era, como todo lo que existe y existirá, un otoño que decidió apagar todas las letras y hacer desaparecer todas las palabras. De repente, un olor ocre de humo que acompañaba a las últimas tardes de septiembre, fue cayendo inexorablemente sobre plazas, mercados, calles desiertas y bibliotecas. Y, misteriosamente, como si la neblina fuera suficiente para borrar siglos de historia, todos los libros del mundo se fueron quedando en blanco.

Al llegar noviembre, sólo la mitad de los libros, muchos escritos en idiomas ya desaparecidos, permanecían resistentes a la fría neblina que todo lo borraba. Parecía una enfermedad. Se inició una campaña de investigación y numerosos científicos y estudiosos intentaron recuperar las palabras que se volatilizaban… era como si nunca hubiesen existido, como si la materia de la que estaban hechas nunca hubiese sido real.

Al llegar la Navidad y entrar el invierno, ya no quedaban sino los antiguos manuscritos de los museos y las piedras talladas con jeroglíficos. Nadie pensó que esta extraña maldición pudiese afectar a soportes que no fueran el papel. Con el año nuevo la piedra Rosetta amaneció completamente lisa. Hubo mucha gente que lloró desconsolada. La escritura cuneiforme desapareció. Para mediados de febrero no quedaba nada.

Los medios de comunicación informaban de todos estos acontecimientos como si se tratara de un terrible accidente o de un desastre natural. Todavía no sabían lo que iba a ocurrir a continuación. Nadie lo sospechaba.

Entre toda esta marabunta, un niño de unos 12 años al que le gustaba poco leer, se preguntaba dónde estaba el problema. Este niño de ojos grises vivía pegado al ordenador y a los juegos. “Total, teniendo televisión, internet y play station no le faltará información al mundo…”, pensaba. Y, además, seguro que casi todo estaba digitalizado. ¿Para qué querían conservar objetos que, con el tiempo, desaparecerían?  Los objetos son perecederos…  De hecho, las grandes instituciones culturales, los gobiernos y las fundaciones, conscientes de que el ser humano es de memoria frágil, intentaron asirse a las nuevas tecnologías.

Pero unos días antes de que acabara el mes de febrero los teclados empezaron a perder todas sus letras. ¿Cómo era posible? ¡Los documentos guardados en los archivos de los ordenadores estaban vacíos! Fue una progresión extraña, empezando por los archivos y acabando por los accesos… Ya no se podían usar los ordenadores. Comenzó el caos mundial. Fue un verdadero desastre.  Habían pasado dos semanas y no se podía leer absolutamente ninguna letra en ninguna parte. En las fronteras no podían leer los documentos de identidad de los pocos que se atrevían a viajar. De repente no se sabía cuánto tiempo de condena le quedaba a los criminales. Los hospitales perdían los diagnósticos. Todos los informes estaban en blanco.

El niño de 12 años se levantó una mañana de marzo. Se dirigió a la cocina. Cogió una caja de cereales y echó de menos poder leer la cantidad de azúcar que iba a ingerir esa mañana en su desayuno… “Menuda tontería -se dijo el niño de ojos grises-, echo de menos las letras…”. Sopló sobre la ventana de la cocina. La impregnó de vaho. Sonrió. Y escribió, pensando en la niña más bonita de su clase, con un trazo lento y preciso: “te quiero”.

Mientras suspiraba, miró cómo desaparecían las letras. La ventana quedó traslucida y pudo ver el pequeño jardín frente a la ventana de la cocina. Uno de los rosales de su madre tenía una flor a punto de abrirse. Llevaba tiempo sin salir de la casa, con tanto caos y tanto desastre. Así que decidió salir al jardín. Había una luz intensa. Se acercó a la flor. Cerró los ojos y la olió.

Volvió a entrar en la casa. Se cruzó con el espejo en el pasillo y cuál no fue su sorpresa al comprobar que sus ojos ahora eran de un intenso color verde… ¿Cómo…? Volvió corriendo a la cocina. El calendario, que antes era un diseño en blanco y negro, era ahora tan verde como el césped del jardín, como sus preciosos ojos verdes… Marzo.  Veintiuno de marzo. Primavera.

Volvió a mirar a través de la ventana y ahí estaban, brillando, las letras que había trazado.

Y es que érase una vez que se era, como todo lo que existe y existirá, un otoño que decidió apagar todas las letras y hacer desaparecer todas las palabras.

¿…Todas?

No.

Todas no.

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