Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un árbol de Navidad que se declaró en rebeldía y retó al calendario. Era este árbol uno de esos pequeñitos y desmontables que van metidos en una caja. Sus ramitas, hechas de hojitas de plástico con una alambre en la base, se podían colocar como uno quisiera, según fueran de grandes los adornos que se iban a colgar. Pero eso no era todo, qué va. Este árbol fue el árbol revelación en su momento: tenía un enchufe que salía de su base y lo conectaba a la red eléctrica. Cuando se insertaba la clavija y se activaba un diminuto botón negro hacia el «On»… !Ohhhhh! Los diminutos y transparentes hilos de fibra óptica que lo vertebraban desde su tronco llevaban luz de todos los colores hacia todas sus ramas y hojas. ¡Además cambiaba de color! Podían pasar horas con la luz apagada, mirando cómo las ramas del árbol cambiaban del morado al azul, del azul al verde, del verde al amarillo, del amarillo al anaranjado, del anaranjado al rojo, del rojo al fucsia, del fucsia al morado… Menuda maravilla.
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La papa
“¡Nooooooooooo! ¡Otra vez noooooo!”.
Queridos lectores. Hoy hemos empezado nuestro cuento haciendo un flash back, justo en el momento en que nuestra protagonista gritaba desesperada para no volver al infierno.
Y es que érase una vez que se era, como todo lo que existe y existirá, una papa que, tras una ardua vida de papa (o de patata, dependiendo de según se venga), quería tener un fin digno. Porque todos tenemos derecho a un final digno, incluidas las papas. (más…)
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El beso
Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, un beso, perdido en unos labios, que quería salir al aire y vibrar con la intensidad que otorgan la pasión y el deseo.
Quería ser este un beso dulce y prolongado, de esos que se hacen eternos y paran el tiempo, haciendo que nada de lo que hay alrededor sea más importante que ese instante, haciendo que sólo exista ese momento embriagador y certero.
No quería morir en una mejilla desconocida, en la superficie lejana de unos labios distantes, o perdido en el viento.
Quería ser «el beso». (más…)
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El electrón en la corteza
Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, un electrón, variable como su naturaleza, que quiso dejar de girar sobre sí mismo. El pobre no podía encontrar la manera de dejar de dar vueltas, y al intentar estirarse (¡ni siquiera sabía qué forma tenía!) rebotaba contra su propio campo magnético y se oía un ruidito: “spin, spin, spin”…
Tron, que así se llamaba nuestro protagonista, nunca estaba en el mismo sitio. Además de girar sobre sí mismo, orbitaba (o algo así) alrededor del núcleo de su átomo, algo que le resultaba bastante incómodo. Cerca de él (por encima, por debajo, formando una nube confusa) había otros electrones, pero éste (pobre) no podía verlos porque, al contrario que sus compañeros, se mareaba si levantaba la cabeza (lo que para los electrones es su cabeza, vamos)… un poco raro este electrón. Pero “¿acaso no puede ser un electrón diferente a los demás?”, chisporroteaba indignado. (más…)
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El niño al que le gustaba poco leer
Érase una vez que se era, como todo lo que existe y existirá, un otoño que decidió apagar todas las letras y hacer desaparecer todas las palabras. De repente, un olor ocre de humo que acompañaba a las últimas tardes de septiembre, fue cayendo inexorablemente sobre plazas, mercados, calles desiertas y bibliotecas. Y, misteriosamente, como si la neblina fuera suficiente para borrar siglos de historia, todos los libros del mundo se fueron quedando en blanco.
Al llegar noviembre, sólo la mitad de los libros, muchos escritos en idiomas ya desaparecidos, permanecían resistentes a la fría neblina que todo lo borraba. Parecía una enfermedad. Se inició una campaña de investigación y numerosos científicos y estudiosos intentaron recuperar las palabras que se volatilizaban… era como si nunca hubiesen existido, como si la materia de la que estaban hechas nunca hubiese sido real. (más…)
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La esencia
Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una esencia tan antigua como el tiempo que quiso descubrir el significado de la muerte.
Era esta una esencia dulce, penetrante, pero a la vez suave y llevadera, nada posesiva. A veces, parecía que se perdía y, quien la buscaba, cerraba los ojos y aspiraba profundamente para recuperarla de ese aire volátil que bailaba en todas direcciones.
La esencia nunca había salido de su pedazo de campiña, de la que se alimentaba diariamente. En invierno, penetraba en la tierra, huidiza, húmeda, vistiéndose, gracias al verdor del campo, de notas de frescor incomparables. En verano, tórrida entre las hierbas resquebrajadas, se escondía entre las piedras, a la sombra de algunas hojas secas, para conservar crujientes notas de viveza. El otoño era un renacer de los sentidos, con el anuncio del frío invernal y sus noches de rocío danzarinas cantando la llegada de las tardes anaranjadas en el horizonte. Pero, sin duda, la reina de las estaciones era la primavera. (más…)
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Un corazon (con acento en la o)
Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, un corazón cansado que latía con dificultad. Era este un corazón animoso y joven, cargado de ilusiones y esperanzas pero que, por algún motivo, en los últimos días, notaba su vigor aminorado y sus fuerzas reducidas.
Miraba extrañado a su alrededor, contemplando las venas y arterias que de él salían dirigiéndose al resto del cuerpo, divisando a ambos lados a los pulmones que le miraban con cara de preocupación, intentando esforzarse más para que no faltara el oxígeno, asomándose a la izquierda del esternón para poder ver el resto de órganos, más abajo, tocando al compás de su latido para trabajar como uno sólo… Siempre había ido todo bien, pero hoy se sentía extrañamente cansado.
Ventrículos, aurículas, tabique, válvulas (pulmonar, aórtica y mitral), aorta, «venas cavas»… El corazón hacía todo lo que podía, pero se sentía fatal. Le preocupaba que Aurora, su anfitriona, su «usuaria», su yo, en definitiva, estuviese sufriendo por su culpa. Notaba cómo ella se llevaba la mano al pecho e intentaba seguir con normalidad, pero se veía obligada a sentarse debido a la repentina fatiga.
Algo iba mal. (más…)
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La vela
Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, una vela sencilla que quiso iluminar al mundo para hacerles ver la belleza más pura, esa que no necesita ser iluminada.
Era esta una vela de cera virgen de abeja, teñida con un tenue color verde, que permanecía en un pequeño vaso de cristal desde que, mucho tiempo atrás, la fabricara una señora en un taller de manualidades.
Aún recordaba cuando, en el momento de su nacimiento, las manos que la crearon mezclaban el tinte con la cera derretida, dejando trazos más intensos en algunas zonas, y cómo, antes de enfriarse, depositaron la cera con la mecha en medio (una de fibra de lino) dentro de aquel vaso de cristal transparente. (más…)
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La mirada
Érase que se era, como todas las cosas que existen y existirán, un hueco en un muro viejo. Era un muro casi histórico, de esos que separan dos terrenos en el extenso campo verde, un muro de piedras y barro, con la consistencia que dan el paso de los años y el respeto ante algo que divide y nos dice qué es tuyo y qué es mío. Junto al muro, un árbol silencioso que casi nunca hablaba porque dormitaba la mayor parte del tiempo, cantando la canción del susurro de las hojas. El hueco, relativamente joven, oía hablar al viejo muro, compuesto de infinitas partes que a su vez opinaban sobre cada pensamiento y elucubración del anciano ya que, aunque eran historias que casi todos conocían, no les importaba escuchar cómo el muro las repetía una y otra vez. Y el hueco escuchaba siempre con atención cada historia.
La que más le interesaba era la de su propio nacimiento, la que narraba cómo cayó la piedra que estaba antes en su lugar y cómo más tarde desapareció, llevada por alguna mano misteriosa. (más…)
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La lata de cocacola
Érase una vez que se era, como todas las cosas que han existido y existirán, una lata de cocacola muy especial. Era ésta una lata muy peculiar que había recorrido mundo. Ya no era en absoluto parecida a una lata nueva, de esas que habitan en una máquina refrigerada en las que depositas una moneda, ni de esas relucientes que hay en las estanterías de los supermercados, no. Esta lata estaba toda abollada. Como era una lata antigua, había perdido la argolla y sólo un triste tono anaranjado, recorrido por unas letras grisáceas, podía dar a entender que, en su día, fue una brillante lata de cocacola.
Esta lata, que no solía dar mucho la lata, recorrió las carreteras a base de golpes. Recordaba su primer golpe. De hecho recordaba toda su vida, desde que salió de la fábrica, fue llenada del preciado líquido, depositada en una caja junto con numerosas compañeras, cual ejército rojo y plata, hasta que, situada en primera fila en la estantería de una tienda de ultramarinos, en la esquina entre las calles «La Serrana de la Vera» con «El séptimo sello», en la ciudad de Venezuela, fue trasladada a la nevera para estar fresquita y, de allí, pasó a las manos de un chaval llamado Tito. (más…)