CuentoFilia

Autor: nzelman

  • Nunca hundidas

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    Y un dĂ­a llegaron ellas, los hilos de la red.

    Con un solo hilo no existe la red, la malla, semejante a las de pesca, las que recogen las hojas de la piscina, las que dejan pasar el agua, pero conservan en su regazo el temblor de la hoja antes a la deriva, herida.

    La red enorme de los años me las ha traído, como esos hilos entretejidos, movidas por la marea, la tormenta, el oleaje inverosímil cuya magnitud apenas podemos imaginar de salvaje que es. La tormenta es tan implacable que, sin esa red, morimos por dentro.

    Los hilos fueron llegando casi sin darnos cuenta, aposentándose en un fondo transparente, tan traslúcido que casi no se veía. Pero se sentía. Iba cogiendo cuerpo. Fuerza. Si hoy me dijeran: “Ven”, me faltaría tiempo.

    Ahora lo sé: sentirse huérfana es no tener red. Y la fortaleza es ser red y ser la hoja.

    Tú lo has dicho, “nunca hundidas”.

  • Las pomplitas del universo

    Las pomplitas del universo

    – Papá, ÂżadĂłnde vamos cuando nos morimos?

    De repente, el salón de la casa quedó en silencio. Enrique tardó unos segundos en reaccionar, segundos en los que esto pasó por su cabeza: “Uff. A ver cómo salgo yo de esta… A ver cómo le explico a Carla que todos somos polvo de estrellas… Sí, mejor empiezo por el principio”.

    – Verás, Carla: hay cosas que sabemos y cosas que no sabemos. Y cosas que podemos explicar con relativa facilidad y otras que, para entenderlas, necesitas ser mayor y tener más herramientas, saber más cosas… ¡Como en una pirámide, que si no tienes las piedras de abajo no puedes seguir construyendo!
    – Pero… Âżesto lo puedo entender?
    – Pues voy a intentarlo, Âżvale?
    – Vale.
    – ÂżQuieres que te lo cuente ahora o despuĂ©s de darte la merienda?
    – DespuĂ©s.
    – Bien.

    Enrique siguió preparando la merienda y llegó Débora a casa, soltando el bolso, los zapatos y el abrigo entre resoplidos.

    – Hola, má.
    – Hola, Carla. ÂżQuĂ© tal hoy en el cole?
    – Bien. Pero se ha muerto Pitiyo. No entiendo muy bien quĂ© ha pasado.

    Débora mira a Enrique y se guiñan un ojo.

    – ÂżNo entiendes por quĂ© ha muerto?
    – No entiendo quĂ© es la muerte. SĂ© que la gente que se muere ya no está. Que todo el mundo se queda triste. Pero nunca he visto quĂ© pasa cuando te mueres. AdĂłnde vas. Pitiyo estaba muy quieto y muy tieso. El profe lo ha cogido y nos ha explicado que ya era mayor y se lo ha llevado. ¡Pero si tenĂ­a solo tres años, ÂżcĂłmo va a ser mayor?! ¡Yo tengo cinco! ÂżEs que soy mayor? ÂżY adĂłnde se lo ha llevado?

    Se notaba que Carla estaba enfadada y confundida.

    – Bueno, Carla -dijo Enrique- vamos a merendar y te lo explicamos, Âżde acuerdo?
    – Vale -respondiĂł la niña enfurruñada mientras empezaba a comerse la fruta.
    – Mamá ya te ha contado otras veces que el universo empezĂł con una tremenda explosiĂłn.
    – SĂ­. ¡El CATACROQUER! –un trozo de plátano escapĂł de su boca- Uy, perdĂłn –dijo sonriendo mientras se volvĂ­a a meter el trozo en la boca-.
    – Exacto, el Big Bang –afirmĂł DĂ©bora mientras abrĂ­a el yogur-. Bueno, pues a partir de ahĂ­ hay muchas cosas que sabemos. Entre ellas, que la mayorĂ­a de los elementos nacieron en el corazĂłn de las estrellas.
    – ÂżLos elementos? –cuestiona Carla mientras coge la cuchara y ataca al yogur-.
    – SĂ­: el pan que comes, tus huesos, la plastilina, la ropa, el telĂ©fono, el aire, el agua… Todo eso naciĂł en el corazĂłn de una estrella.
    – ÂżEn serio? –pregunta de nuevo Carla con la boca llena de yogur-.
    – En serio. Y el yogur de tu boca tambiĂ©n. Gracias por el espectáculo. -Enrique hace una reverencia mientras DĂ©bora aplaude y le cierra la boquita a Carla, que está enseñando la plasta de yogur con la boca abierta.

    – Uy, perdĂłn –Carla cierra la boca, sonrĂ­e y sigue comiendo-.
    – Peeeeero… -continĂşa DĂ©bora- toda esa materia naciĂł en cachitos muy chiquititos, en cosas que se llaman átomos. Los átomos a veces se juntan y forman molĂ©culas. Son como piezas de puzle, pero estas piezas se pueden juntar, no solo con las piezas que tiene cerca, sino que se pueden combinar con un montĂłn de piezas diferentes.
    – QuĂ© lĂ­o.
    – ÂżNo lo entiendes?
    – SĂ­, pero debe ser un lĂ­o poder tener tantas formas de hacer un puzle. Yo a las piezas las llamaré… ¡pomplitas! ¡Las pomplitas del universo! –hace esta afirmaciĂłn quijotesca con el yogur en una mano y levantando la otra con la cuchara a modo de lanza-.

    Enrique y Débora se ríen con las ocurrencias de Carla, que lo rebautiza todo –algo que muy probablemente haya heredado de su madre-.

    – Pues las pomplitas pueden acabar siendo casi cualquier cosa –intervino Enrique-: un gato, una piedra -va bailando por el salĂłn- una almohada, una persona, una gota de lluvia… -se acerca a la niña- ¡o una nariz!

    Carla se rĂ­e mientras Enrique va a la cocina a por las tostadas y el queso.

    – AsĂ­ que, querida niña –continĂşa DĂ©bora- eso es de lo que estamos hechos todas las personas y todas las cosas del mundo mundial: de los restos de las estrellas que murieron. Pero ojo, morir no significa desaparecer. Las pomplitas no desaparecen, simplemente se dividen, cambian, y adoptan otra forma.
    – ÂżY Pitiyo? ÂżPor quĂ© se ha ido si solo tenĂ­a tres años?

    Se hizo otro incĂłmodo silencio que rompiĂł Enrique, volviendo con las tostadas:

    – Pitiyo es un hámster y los hámsters viven menos años que las personas. Ya era un anciano, asĂ­ que su organismo se cansĂł y muriĂł. Eso significa que desaparecerá como Pitiyo, pero que seguirá en el universo en forma de pomplitas.
    – Pero entonces, ÂżquĂ© es morirse?

    De nuevo, un pesado silencio…

    – Amor mĂ­o –DĂ©bora se agacha a su lado-, morirse, para las personas y los Pitiyos con suerte, es terminar un ciclo. ¡Como el ciclo del agua, que te explicaron en el cole! El agua es siempre la misma, solo que pasa por sitios muy diferentes, puede ser vapor, lĂ­quido o hielo, puede estar en el mar, en rĂ­o o en una lágrima, pero siempre es la misma, Âżme entiendes?
    – No.
    – ÂżQuĂ© parte no entiendes?, pregunta Enrique.
    – La de morirse. Entiendo que las pomplitas son siempre las mismas y que cambian de forma. Vienen de las estrellas, ahora están en la Tierra, y algĂşn dĂ­a estarán otra vez en el universo o en otro sitio. Pero sigo sin entender quĂ© es morirse.
    – Cariño: morirse es cuando el puzle cambia de forma. Antes de nacer no estabas en el mundo en forma de Carla, pero eras materia, estabas en otras cosas. Luego, naciste. Se formĂł el puzle de Carla y… -la niña interrumpe a su madre-.
    – Y algĂşn dĂ­a mi puzle se volverá plastilina o pan o una piedra.
    – … pues sĂ­. Es lo que ocurre con los seres vivos.
    – Entonces… ÂżquĂ© es estar vivo para una persona?
    – Estar vivo es pensar, jugar, querer, llorar… Estar vivo es darte cuenta de que estás triste porque Pitiyo ya no está.

    Enrique se levanta y, para alegrar a la niña, vuelve a bailar por el salón, pero esta vez agarra a Débora y bailan juntos.

    – Estar vivo es poder crecer. Es ir al cole. Saltar en el sofá. Estar vivo es cuando mamá le pisa un pie a papá bailando.
    – ¡Oiga usted! ÂżQuiĂ©n pisa a quiĂ©n? –dice DĂ©bora mientras se suelta y agarra a Carla para hacerla bailar-.
    – Vale, vale, lo retiro.

    Enrique besa a Débora y los tres bailan alrededor de la barriga donde está el pequeño Teo, que aún no ha nacido.

    – Entonces… -continĂşa Carla-, para una persona, morirse es volver a como estabas antes de poder pensar.

    Los padres se quedan sorprendidos ante la profundidad de la reflexión. Al fin y al cabo, es de lo que se trata, del ser autoconsciente. Y siguen de pie, acariciando la barriga de Débora y los mofletes de Carla.

    – En cierto modo, asĂ­ es –contesta DĂ©bora-.
    – Vale, ¡ahora lo entiendo! –canta la niña mientras empieza a bailar por el salĂłn moviendo los brazos como en una histriĂłnica obra de teatro-. ¡DespuĂ©s del GRAN CATACROQUER las pomplitas empezaron a hacer puzles! Se hicieron estrellas, planetas, plastilina, coches, paraguas, árboles, Pitiyos, pan y niñas, y todos los seres vivos venĂ­an, y luego se iban.

    Se quedĂł parada en mitad del salĂłn.

    – Entonces, ÂżdĂłnde estaba Teo antes de estar en tu barriga?
    – Uff… Eso es mucho más fácil de explicar. Pues resulta que papá tenĂ­a un montĂłn de pomplitas en forma de espermatozoide y mamá otro montĂłn en forma de Ăłvulo. Y eso sĂ­ que es montar un puzle, porque en cuanto se fusionan empiezan a multiplicarse…
    – ÂżLas pomplitas?
    – Más o menos, sĂ­. Empiezan a multiplicarse ¡y a formar las partes de tu cuerpo!
    – ÂżEn la barriga?
    – Exacto, en la barriga. ÂżTe parece si te lo cuento mientras te bañas?

    Enrique se dirige al cuarto de baño mientras agarra a Carla de la mano, que sigue haciendo preguntas mientras Débora se sienta en el sillón, con su barriga de ocho meses.

    – Mamá, luego leemos un cuento –dice la niña girando la cabeza antes de desaparecer por el pasillo-.
    – Vale, pero si vas a saltar sobre la cama, hazlo antes de que llegue yo.
    – Vaaaale, que Teo se pone co-mo-lo-coooo. ¡Además, eso es vivir, Âżno?! ¡Saltar en la cama, cantar, comer caramelos!
    – ¡Se-ño-ri-ta! Lo de comer caramelos ya lo iremos hablando.

    Débora sigue en el salón, sentada en el sillón, escuchando la voz de Carla, que no se cansa de preguntar, y la de Enrique que, por muy raras o locas que sean sus preguntas, nunca deja de responder. Fuera aún hace frío, aunque la primavera entró hace un par de semanas. Por la ventana pueden verse unas ramas en flor. Eso, también es vida.

  • La peineta

    La peineta

    María cruza la calle. Es esa María, la de la noticia que leí ayer. Debo estar soñando porque no me suena la cara. No la conozco de nada. María cruza la calle con sus zapatos de señora del 36, con su moño y sus horquillas, porque le sienta tan bien el pelo recogido que para qué cambiar. María está cruzando la calle, aunque sabe que, probablemente, no llegue al otro lado. Cruza con una mezcla de sensaciones: ojalá llegue al otro lado. Para qué habré salido. Era mejor quedarse encerrada en casa. No voy a llegar al otro lado. Me han visto, seguro. Se oyen pasos. Justo detrás viene alguien. Pero consigue cruzar. Cruza la calle y entra en la casa. Anochece.

    María se sienta frente al espejo y empieza el ritual de cada noche, antes de acostarse. Se va quitando la pequeña peineta y las horquillas, una a una, y nos va depositando sobre un platillo de cerámica. Se va cayendo el moño. Se suelta el pelo, despacio. Nosotras, las horquillas, la peineta, nos quedamos en el platillo, cotilleando, charlando, riendo. La vida de una peineta está llena de responsabilidad. Hacemos nuestro trabajo para que el peinado se quede en su sitio todo el día. Que, a veces, no es fácil. Mucho trajín.

    María se va a la cama. Un día más. O un día menos. Llevamos mucho tiempo con ella, aunque siempre hay horquillas entrando y saliendo del grupo. Algunas se pierden, otras, simplemente, desaparecen. Dejan de estar en el mundo. Nadie sabe adónde van. Solo queda el silencio.

    Siete de septiembre de 1936. María se levanta y se hace el moño, como cada día. Se coloca sus horquillas y su peineta. Llevamos un tiempo en Pozuelo, la verdad es que no sabemos muy bien por qué. Hay mucho revuelo estos últimos días.

    Llaman a la puerta.

    Se respira el miedo. Ya es tarde. Esta vez no hay escapatoria. Nos sacan de la casa, no sabemos si a empujones. No queda nadie para contarlo. Las peinetas no tenemos voz. Pero vemos los ojos. Vemos las almas.

    ÂżQuiĂ©nes la detuvieron? ÂżQuĂ© alma oscura disfrutĂł agarrándola, sacándola de su casa, sabiendo adĂłnde la llevaban? ÂżQuĂ© pobre alma obedeciĂł Ăłrdenes sin más, tragándose la culpa por el horror que iban a cometer? ÂżCuántas almas negras flotan aĂşn hoy en el aire, regocijándose acaso con lo que pasĂł despuĂ©s, alegrándose de la noticia de ayer, pensando “asĂ­ es como tiene que ser”? ÂżCuántas almas sufren hoy por aquello que pasĂł? Hay tanta oscuridad…

    Salimos a la calle. Nos llevan hasta el cementerio, junto a una tapia. Nos colocan allí, junto a la tapia. Parece que, salvo ellos, los de las armas, no hay nadie más. No vemos lo que ocurre. Se oyen disparos.

    Silencio.

    Tierra.

    Negrura.

    Siete de septiembre de 1936. Unas horquillas. Una peineta. Frente a las tapias de un cementerio. La primera mujer alcaldesa de una democracia en España, fusilada. Fusilada.

    No queda nadie para contarlo. Pero están los huesos. Están quienes los desentierran para recuperar la memoria. Y están las horquillas y la peineta. Tras años de tierra, vemos algo de luz. Nos desentierran. No queda nada de su cabello. Pero seguimos aquĂ­. Testigos sin sentido del sinsentido. Del horror… Solo queda el silencio.

    Un silencio atronador.

     

    —————————————

    Cuento inspirado en las noticias:

    Exhumada María Domínguez, primera alcaldesa democrática de España

    Créditos de la fotografía: «Peineta aparecida junto a los posibles restos de María Domínguez / ARICO», extraída de la noticia de Cadena Ser «A estudio los posibles restos de María Domínguez, la primera alcaldesa democrática«

  • El olor a tierra mojada tiene nombre

    Crédito: https://medium.com/@cronociclope
    Crédito imagen: https://medium.com/@cronociclope

    Podía pasarse horas mirando cómo los caracoles aprovechaban la tierra húmeda después del verano para poner sus huevos. Luego, con mucho cuidado, los sacaba con una palada de tierra solo para observarlos, blanquecinos y traslúcidos, con aquel pequeño ser vivo creciendo en su interior. Después los devolvía a su agujero, con mucha delicadeza.

    Era una niña. Tenía la gran suerte de tener un jardín lleno de bichos. Y una alberca. Bueno, la alberca, que soy yo. Aunque les hablo desde el pasado, porque ahora soy otra cosa. En aquella época las albercas en los jardines servían para acumular el agua dulce y el agua de lluvia para regar. En las zonas de costa había sequías que hacían que el agua del mar entrara hasta los pozos, haciendo que de los grifos saliera agua salada. Eso era terrible para los cultivos, porque se secaban si los regaban con ese agua (por efecto de la osmosis). Y luego está lo de los pececillos de agua dulce que murieron cuando empezó a salir agua del mar por las tuberías…

    El caso es que durante una época hubo cortes de agua. Solo cuatro horas de agua al día (que solía ser por la noche) aunque, eso sí, agua dulce. En esas horas llenaban las albercas para tener agua de regadío. Yo era una alberca modesta, no llegaba al metro de altura. La idea era almacenar, pero acabé siendo objeto de juegos de las niñas. En verano se bañaban, y en invierno rescataban y estudiaban a los bichos que acababan en mis dominios.

    Aunque había alguien que lo hacía durante todo el año. Lucía se preocupaba tanto por los bichos que caían al agua que, a veces, no podía dormir. Se despertaba, se erguía en su camita, se ponía las zapatillas despacio, creyendo que nadie más se daba cuenta, y arrastrando un poquito los pies, abría la puerta y salía a la parte de atrás de la casa. Se subía en una caja de madera que tenía apartada en una esquina y, con una red limpiapiscinas de esas para retirar las hojas de la superficie, sacaba a los bichos que veía flotando. Era tan pequeña que apenas tenía fuerza para sacarlos, pero también era testaruda y hasta que no los sacaba a todos, no paraba. A veces eran pocos. Otras había un montón que iba a cumulando en mi borde de cemento.

    El sistema era siempre el mismo: los sacaba, cogía una hojita seca, los levantaba en volandas de la red del limpiapiscinas, los ponía sobre la superficie y soplaba un poquito para que se secaran. Les hablaba. Les contaba que, al ser bichitos tan pequeños y la alberca tan grande, debía parecerles como el mar. Y hablaba y soplaba un poquito durante un ratito. Algunos bichos se movían, se estiraban, caminaban y, de tener alitas, acababan echando a volar. En esos momentos a Lucía se le iluminaba la cara. Otros, los pobres, estaban requetemuertos y no había forma de resucitarlos. Entonces Lucía se quedaba muy seria, en silencio durante un rato, y cantaba muy bajito: “Pobre bichito, pobre bichito, que no sabía nadar. Pobre bichito, pobre bichito, que cayó en el mar”.

    La madre de Lucía se asomaba a la ventana que daba a mi zona y, por una rendija de la persiana, vigilaba a Lucía. Y escuchaba la letra de la canción que se había inventado para los bichitos. Y lloraba, que yo lo sé, aunque no podía verla.

    A Lucía, que vivía en un pueblo de costa, no le gustaba el mar. Lloraba desconsolada cuando lo veía. Así que no iban a la playa. Y su madre esperó, paciente, a que los años y la adolescencia hicieran su efecto. Lucía creció y acabó quedando con sus amigos para ir a la playa.

    Cuando pasĂł el tiempo, cuando se fue la sequĂ­a, me vaciaron de agua, elevaron mis muros y me techaron. Ahora soy una especie de cuarto de juegos, sala de reuniones o caseta de jardĂ­n, de todo un poco. AquĂ­ viene LucĂ­a con sus amigos a veces, a leer, a jugar a videojuegos, o a contar historias.

    Todos saben que Lucia es adoptada, entre otras cosas porque su mamá lo dice abiertamente. Un día uno de sus amigos, Abel, le preguntó si recordaba algo de antes, algo de su vida pasada, antes de ser adoptada. Lucía se quedó pensativa y dijo:

    – Era muy pequeña, pero cuando tenĂ­a siete u ocho años, un dĂ­a empezĂł a llover en el jardĂ­n, cuando esto era todavĂ­a una alberca. Y olĂ­ la tierra mojada, que habĂ­a estado tan seca… Y recordĂ© que habĂ­a olido eso mismo antes, en otro lugar, muy lejos… antes del viaje.

    Y se hizo el silencio. Porque todos sabían o intuían de qué hablaba Lucía. Yo, que era una alberca, no sé de viajes ni de cruzadas. Solo sé de niñas que cantan y que cuentan historias. Pero los años no habían borrado el profundo dolor al evocar lo que ella había elegido llamar “el viaje”.

    Dicen que hay lugares en los que la vida se hace tan dura que hay que huir, atravesar desiertos y montañas, hacer largas travesías que muchos no superan. Dicen que muchos niños y niñas mueren por el camino. O son vendidos. Prostituidos. Tratados con crueldad. Y luego, olvidados en el fondo del mar. Olvidados. Olvidados sin nadie que les cante. Olvidados o tal vez recordados por madres y padres que lloran lágrimas secas.

    Madres y padres, o hijos e hijas, quién sabe, que esperan un día que la huida tenga sentido, o que esa tierra cobre vida cuando, un día, empiece a llover.

    – ÂżSabes que eso tiene un nombre, LucĂ­a?
    – ÂżEl quĂ©?
    – El olor a tierra mojada. Tiene un nombre.
    – ÂżAh, sĂ­? ÂżY cĂłmo se llama?
    – Petricor.

    Lucía piensa en los bichitos que sacaba del agua, en su empeño por rescatarlos a todos. Y en lo bonita que es esa palabra: petricor. En lo bonito que es saber que el olor a tierra mojada tiene nombre.

  • La astrĂłnoma sabia

    La astrĂłnoma sabia

    Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, un niño que quería contemplar las estrellas. Pero su ciudad tenía muchas luces y era muy difícil distinguir la luz de los astros. Así que decidió preguntar al sabio más sabio del lugar qué podía hacer para las estrellas contemplar.

    El sabio más sabio, que sabia (y astrónoma) resultó ser, al pequeño respondió: Si las estrellas quieres admirar, al lugar más alto y alejado tendrás que viajar, lejos de luces y ciudades, y cerca del cielo has de buscar.

    Y el niño cogió su mochila y comenzó a caminar. Tras mucho deambular, huyendo de zonas pobladas y farolas cegadoras, una alta montaña logró encontrar (cerca de una ciudad que una Ley del Cielo acababa de aprobar, protegiendo así los cielos de la noche como bien universal).

    SubiĂł, subiĂł y subiĂł, en su cima acampĂł y las estrellas, finalmente, pudo mirar y requetemirar… Sin embargo, pronto advirtiĂł algo que le comenzĂł a inquietar.

    ¿Qué era ese movimiento, esa variación, ese… titilar? ¿Cómo es posible que su brillo cambie y no pueda verlas sin más?

    El niño desanduvo lo andado y a la sabia volvió a preguntar.

    ¿Por qué veo las estrellas arrasadas por un temblor? ¿Por qué titilan, señora? ¿Es el frío, es el amor?

    No, pequeño aventurero. Las estrellas no padecen por el frío, ni es una enfermedad, ni un sentimiento exaltado… Lo que pasa es que la atmósfera, te quita la claridad. Es como si quisieras, en el fondo de una piscina, un objeto contemplar. Verías deformaciones, porque el agua en medio está. Pues la atmósfera es lo mismo. Nos protege de mil cosas… pero al mirar hacia arriba, emborrona el panorama.

    ¿Y cómo, preguntó el niño, lo puedo solucionar?

    Ay, pequeño aventurero. Voy a intentarlo explicar… Necesitas a ingenieros que te puedan ayudar. La luz que llega del cielo tiene un dibujo al llegar. Cuando choca con la atmósfera, pues se empieza a deformar. Se llama frente de onda, y aunque nos llega alterado, se puede recuperar. Puedes con exactitud calcular todos los cambios, y con un espejo blando, compensar la variación, haciendo que nuestra imagen vuelva a tener precisión. Muchas veces por segundo calculamos y apretamos este espejo deformable para que el frente de onda esté de nuevo aceptable. Con esta tecnología, tendrás tu luz impoluta.

    Me parece impresionante que con la tecnología podamos ver lo que el cielo, travieso, nos desdibuja. ¿Cómo se llama esa técnica?

    Pequeño, buena pregunta. Es óptica adaptativa. Con esto, un telescopio y un instrumento, ya te puedes ir contento.

    Qué cosas, cómo se alían ciencia con tecnología.

    Y así, nuestro niño inquieto, siguió contemplando astros, sabiendo que el titilar es solo un guiño del cielo.

  • Dicen que he despertado

    He despertado, otra mañana más de luz aciaga, y no estaban tus manos en mis manos, tu voz ni mi palabra, tus risas ni mis clavos… sólo había silencio.

    He despertado, palpando malherida mi mirada, y no he sentido culpa ni esperanza, acierto ni aventura, error ni sentimiento… sólo había silencio.

    He despertado… o quizá no haya despertado, tal vez seguí soñando mi presencia, tu ausencia y tu martillo, tus alas y mis cuervos… y el maldito silencio.

    Dicen que he despertado y yo no veo más que mil huecos sin sombra, puntos vagos, luces flotantes marcando esquinas viejas envueltas de silencio.

    También dicen “Despierta” las hierbas de mi pelo, pero solo me pican, molestas, las pupilas abiertas embriagadas de fuego.

    He despertado.
    Dicen que he despertado.
    También dicen “Despierta”.
    Pero yo solo siento deseos explosivos de llagas. Me rebelo.
    Abro mis puertas nuevas y desciendo porque subir… no puedo.
    Arrancar los excesos, desmontar los ambages, aumentar el volumen y atormentar mi centro.

    Tan cansada he de estar de tanto desatino que he despertado, dicen, y al despertar, despierto.
    Ya no quiero silencio. Ya no quiero silencio. Ya no quiero silencio.

     

    (Publicado el 30 de junio de 2011 en Siempreenmedio)
  • Tienda de repuestos

    Crédito: http://barcelona.lecool.com/place/petits-encants/
    Crédito: http://barcelona.lecool.com/place/petits-encants/

    Cuando llegué a aquella tienda me encontré con algo que no esperaba. Había una extraña mezcla de cajas metálicas, libros antiguos, y piezas sueltas colocados sobre estanterías enormes que llegaban hasta el techo.

    En algunas cajas se podían ver etiquetas que decían qué era cada cosa. Me hizo gracia, porque en una ponía “Honradez”, y supuse que la dueña de la tienda (a la que yo acudía por una pieza para mi bici) ponía ese tipo de nombres para acordarse de qué había dentro… cada uno tiene sus propias reglas mnemotécnicas, digo yo… Así que me quedé un rato mirando cajas y extrañas piezas, esperando que saliera la dueña, cuya voz había escuchado al fondo, nada más entrar.

    Supuse que sabía que yo estaba dentro porque en la puerta de acceso tenía una de esas campanillas que suenan al abrir o cerrar. Esperé un rato. Alegaba al fondo, en lo que debía ser el almacén. Empecé a distinguir algunas de las frases.

    – Le he dicho que no, señorita, no tenemos ese tipo de repuestos.

    – ¡Pero si hace un año vine y me dieron la misma pieza!

    – Lo siento, pero esas piezas son de edición limitada…

    – Entonces… ¿no puede ayudarme?

    – No. Tendrá que conformarse con la suya. Aún puede intentar arreglarla, si quiere. Pero yo no puedo ayudarla.

    Las dos personas salieron del almacén. La joven salió cabizbaja, pero enseguida sacó su altivez (al verme) y salió del local toda erguida. Sonó la campanilla de la puerta.

    La dueña del local salió y, al verme, sonrió.

    – ¡Buenas!- Se agachó tras el mostrador y sacó una caja que tenía escondida. La colocó en un hueco de la estantería. En la etiqueta ponía “Integridad”- La gente cree que puede andar reponiendo piezas toda la vida. Hay cosas que no se pueden solucionar cambiando piezas. Aunque otras, afortunadamente sí. Usted venía por algo muy concreto, ¿verdad?

    – Sí, mi bici…

    – No, sus ojeras no mienten. Usted quiere una pieza de repuesto para su corazón. Vamos a ver qué tenemos por ahí…

     

    (Publicado el 1 de abril de 2012 en Siempreenmedio)
  • El listĂ­n telefĂłnico

    100910_paginas_blancasEl otro día tuve un sueño. Un sueño extrañísimo. En mi sueño, mi madre me decía que había llamado alguien intentando venderle libros. Yo le dije que cuando recibiera una llamada así, simplemente colgara. Sonó el teléfono. Fui yo a cogerlo y, al hacerlo, oí la voz de un señor muy mayor, pero que muy mayor, hablándome con dulzura sobre unos libros. Le dije “No queremos libros, gracias”. Y le colgué.

    En ese momento sentí una punzada de dolor tan aguda que ya no sé si seguía durmiendo o estaba despierta. Recordaba la dulce voz, tan tierna, y me sentía culpable por haberle colgado el teléfono. ¿Por qué soñaré estas cosas tan tristes? Y escuché mi propia voz diciendo, entre lágrimas: “Porque tienes que escribir un cuento”.

    Aurelio se levanta todas las mañanas desde hace siete años y, lo primero que hace, es ir a ver a su canario, un pajarillo que ya está algo mayor, pero que sigue cantando. Se lo regalaron poco después de que falleciera Mercedes, su mujer.

    Prepara el desayuno, un tazĂłn de leche con galletas y algo de fruta. Se sienta en pijama, bata y zapatillas y pone las noticias de la radio. Si pudiera, pondrĂ­a grabaciones de noticias antiguas. Y piensa que, probablemente, salvo en lo que a avances se refiere, todas las noticias serĂ­an parecidas a las que escucha ahora. Se maravilla con los descubrimientos. Se apena con las guerras. Le habla a su canario como si fuera una persona.

    Luego, tranquilamente, retira el bol, lo pone en el pequeño lavavajillas que le instalaron hace poco (sabe manejarlo porque la hija de su vecina le hizo un curso intensivo), quita los restos y las migas y se va al dormitorio para preparar la ropa que se va a poner ese día. Se ducha despacito en un baño habilitado para personas mayores. Muchas veces piensa que un resbalón en la bañera sería una forma muy tonta de morir. Él, que fue experto en explosivos y se dedicaba a detectar minas. Así es la vida, se dice Aurelio en un susurro agarrándose al pasamanos de su plato de ducha. Después de ducharse, se seca despacito, se pone su ropa interior y se afeita. Cuando acaba, se echa la loción (que siempre pica), se peina y se acicala. Siempre va hecho un “dandi”. Pero no, no penséis que Aurelio se pone un traje y baja a la calle. La mayor parte de las veces se queda en casa.

    Va al dormitorio en ropa interior dando saltitos porque hace fresco. Sobre la cama está la ropa que ha elegido para hoy: pantalón de pana marrón y jersey de cuello negro. Se pone unos calcetines gorditos y las zapatillas de casa.

    Se frota las manos, satisfecho. Ahora toca ponerse manos a la obra. Viene hacia mí, que estoy en la mesa del salón. Me abre por donde dejó la marca antes de ayer (porque ayer no tocaba trabajar), se coloca las gafas y empieza a pasear su dedo por los nombres. Se para, coge un lápiz, señala, coge el teléfono y marca un número. La cantinela es siempre la misma:

    – Buenos dĂ­as, me llamo Aurelio BuendĂ­a. Me gustarĂ­a saber con quiĂ©n hablo, por favor.

    Muchas veces cuelgan el teléfono sin siquiera responder. Otras veces le dicen cosas feas y cuelgan. Pero él nunca, jamás, se muestra abatido. Sigue y sigue hasta que alguien responde.

    – Buenos dĂ­as, me llamo Aurelio BuendĂ­a. Me gustarĂ­a saber con quiĂ©n hablo, por favor.

    – Soy RocĂ­o CortĂ©s –RocĂ­o tiene un fuerte acento granadino-, ÂżquĂ© querĂ­a usted?

    – Buenas, muchas gracias por contestar. Mire usted, soy jubilado. Mi señora era catedrática de Historia y cuando falleciĂł me dejĂł muchĂ­simos libros, una biblioteca entera, de libros sobre historia y sobre muchas otras cosas. Al principio pensĂ© donarlos a una biblioteca, y de hecho donĂ© casi la mitad. Pero el resto son libros especiales, libros que quiero regalar.

    – ÂżMe está usted ofreciendo libros?

    – TodavĂ­a no, antes me gusta saber algo más sobre los posibles “padres de adopciĂłn”.

    – Ay, Aurelio, de verdad que se lo agradezco, pero si le digo que soy ciega de nacimiento y que solo leo braille va usted a pensar que no le digo la verdad y…

    – ¡Vaya por Dios, RocĂ­o! No me diga usted eso. Con lo bien que me caĂ­a usted. Pero Âżse las apaña bien?

    – SĂ­, sĂ­. Ahora con internet y toda la tecnologĂ­a moderna lo Ăşnico complicado es salir a la calle. Las ciudades no están pensadas para los invidentes.

    – Y, si no es mucha indiscreciĂłn preguntar, Âżvive usted sola? Si no quiere contestar, lo entenderĂ©.

    – No, no se preocupe, Aurelio. Vivo con dos compañeras más. Todas somos estudiantes. Compartimos piso y nos va estupendamente.

    – Pues no sabe usted cuánto me alegro. Vivir solo tiene sus inconvenientes.

    – ÂżVive usted solo, Aurelio? Si no es mucho preguntar…

    – SĂ­, hace siete años que mi Mercedes falleciĂł. AquĂ­ estoy con Paco, mi canario. Y cuatro dĂ­as a la semana me dedico a buscar “padres adoptivos” para los libros de Mercedes. Menos mal que tengo tarifa plana…

    – (RocĂ­o se rĂ­e) Aurelio, es usted un encanto. Es un placer hablar con usted. ÂżPodrĂ­a ayudarlo de otra manera?

    – Pues no, RocĂ­o, no se preocupe. Voy a seguir con mi bĂşsqueda, a ver si coloco un par de niños. (Ahora ambos se rĂ­en).

    – Aurelio, Âżle importa si guardo su nĂşmero de telĂ©fono y lo llamo de vez en cuando?

    – ¡En absoluto, quĂ© me va a importar! AquĂ­ estamos para lo que usted necesite.

    – Pues muchas gracias. Y buena suerte con las “adopciones”.

    – Gracias a usted, RocĂ­o. Que pase un dĂ­a estupendo.

    – Hasta luego.

    – AdiĂłs.

    Aurelio cuelga el auricular del teléfono y señala con una estrellita el número que acaba de marcar. Escribe al lado “Rocío” con letra temblorosa. Se saca un pañuelo, deja las gafas sobre la mesa, se seca los ojillos, se pone de nuevo las gafas y vuelve a posar el dedo sobre mis letras diminutas. Señala de nuevo con el lápiz y empieza donde lo dejó:

    – Buenos dĂ­as, me llamo Aurelio BuendĂ­a. Me gustarĂ­a saber con quiĂ©n hablo, por favor.

    Esta semana no ha habido suerte. La mayoría de las veces no responden. Aurelio me utiliza sin darse cuenta de que ya llevo con él siete años. Las guías telefónicas se actualizan cada año, pero igual es que me ha cogido cariño. No sé. El caso es que ahí seguimos, buscando personas que amen los libros, con voces que inspiren confianza, conversaciones interesantes y buen corazón.

    Suele levantarse a las ocho y media, empieza a telefonear a las diez y para a las doce. Luego se toma un aperitivo en el bar de abajo, normalmente unas aceitunas con un mosto sin alcohol, y vuelve a subir a casa donde se prepara la comida. Hace la compra en el mercado tres veces en semana y en el barrio todos conocen a Aurelio, el artificiero jubilado. Por las tardes, después de comer, se toma su café (descafeinado), se echa una siesta corta, limpia lo que haya ensuciado y se sienta de nuevo, de cinco a siete, para seguir llamando por teléfono.

    – Buenas tardes, me llamo Aurelio BuendĂ­a. Me gustarĂ­a saber con quiĂ©n hablo, por favor.

    – Buenas, pues me llamo RubĂ©n… (contesta un señor con acento gallego).

    – Hola, RubĂ©n, perdone que le moleste y muchas gracias por contestar. Mire usted, soy jubilado. Mi señora era catedrática de Historia y cuando falleciĂł me dejĂł muchĂ­simos libros, una biblioteca entera de libros sobre historia y sobre muchas otras cosas. He donado casi la mitad a la biblioteca, pero el resto los quiero regalar a personas especiales.

    – ÂżA personas especiales?

    – SĂ­, a estudiantes, profesores, o simplemente personas interesadas en la historia que quieran aprender y que amen los libros.

    – Pues no sĂ© quĂ© decirle… Hoy en dĂ­a la historia va tan rápido… y hay unos blogs muy buenos, documentales…

    – Lo sĂ©, lo sĂ©. Está todo en la internet. Pero estos libros son especiales. La mayorĂ­a están firmados por el autor o la autora, con dedicatoria, y, lo más importante: están comentados por Mercedes, mi mujer, con páginas añadidas, dibujos, chistes, anĂ©cdotas… Vamos, que están “pintarrajeados” y son interesantes por ese valor añadido, pero, obviamente, no puedo donarlos a la biblioteca en ese estado.

    – Ya veo. (Un silencio, al fondo se oye una vaca mugir). Mire Aurelio, Âżen quĂ© ciudad vive usted?

    – Vivo en Madrid, RubĂ©n.

    – Mire, se me está ocurriendo una cosa. Yo tengo que ir a Madrid a visitar a mi hermana, que estudia allĂ­. ÂżLe parece si nos vemos? Lo que no puedo decirle todavĂ­a es cuándo.

    – Me parece estupendo, RubĂ©n.

    – Pues me anoto su telĂ©fono y le vuelvo a llamar en un par de semanas para mantenerlo al tanto, Don Aurelio.

    – ¡Uy, nada de Don! Aurelio está bien, RubĂ©n. Un placer.

    – Buenas tardes, Aurelio.

    Un día suena el teléfono y es Rocío, la chica ciega, que quiere saber cómo va Aurelio. Está comunicando. Insiste un par de veces y por fin consigue hablar con él.

    – Buenos dĂ­as, Âżestá Aurelio?

    – Buenos dĂ­as, soy yo. DĂ­game.

    – Soy RocĂ­o, la chica ciega a la que llamĂł usted hace un par de meses. ÂżCĂłmo está?

    – ¡RocĂ­o, quĂ© alegrĂ­a! Pues aquĂ­ estaba, me ha pillado en mi ronda de llamadas de la mañana.

    – ÂżHa conseguido usted que le adopten muchos libros?

    – Pueeees… Mire, RocĂ­o, le voy a ser sincero: ni uno este año. La cosa está complicada. Entre otras cosas porque me gusta saber en manos de quiĂ©nes van a estar los libros y, bueno, hoy en dĂ­a es difĂ­cil tener una conversaciĂłn lo suficientemente larga como para conocer un poco a las personas. Pero como tampoco tengo nada más que hacer, no desfallezco.

    – ÂżY a quĂ© se dedicaba su mujer, si no es mucho preguntar? Quiero decir, además de dar clases en la Universidad.

    – Pues mire, RocĂ­o, pocas veces habrá conocido usted a una mujer tan excepcional…

    Mis páginas están llenas de rayitas, tachones, anotaciones, marcas extrañas… pero hay dos, con lápiz verde, dibujitos de flores y sonrisas, que destacan de todas las demás. Están separadas por un taco de páginas, una en Coruña y otra en Granada. Y Aurelio es feliz cada vez que Rocío o Rubén le llaman. Rubén es más tímido, pero también acaban hablando de viajes, de Mercedes, de vacas rubias gallegas, de agricultura, de historia…

    Un dĂ­a, por fin, RocĂ­o hace algo que Aurelio llevaba tiempo esperando.

    – …¿En un barranco? ÂżEso hizo? ¡Es usted admirable, Aurelio! –Se rĂ­e y suspira- Mire: estoy pensando una cosa, y es que nunca le he preguntado, pero, ÂżdĂłnde vive usted?

    – En un barrio de Madrid.

    – Eso imaginaba por las cosas que me cuenta… Precisamente en unas semanas tengo que ir a Madrid a casa de unos amigos. ÂżLe parece bien si le hago una visita y nos conocemos?

    – ¡Pero quĂ© alegrĂ­a, claro que sĂ­!

    Una librería con cafetería de un barrio de Madrid, una tarde de otoño. Aurelio lleva un carrito de la compra lleno de libros, y entre ellos estoy yo, su listín telefónico. Entra y se sienta en una mesa apartada. Pide un café (descafeinado). Entra un joven de unos 30 años en vaqueros y con jersey. Lleva una mochila. Mira y en seguida reconoce a Aurelio.

    – ÂżEs usted Aurelio?

    – ¡RubĂ©n, pero quĂ© joven es usted! (Aurelio se levanta y abraza a RubĂ©n, que se queda sorprendido y se deja abrazar. Aurelio le da la mano eufĂłrico). ¡No sabe la alegrĂ­a que me da conocerlo!

    – Y a mĂ­, Don… Aurelio. Ha elegido usted un sitio muy bonito.

    – SĂ­, las librerĂ­as son los sitios más rebonitos del mundo. Y esta es especialmente acogedora. Una vez estuve en una en Barcelona, una de viajes, que tambiĂ©n me gustĂł muchĂ­simo. ÂżQuĂ© quiere usted tomar?

    – Por favor, Aurelio, vamos a tutearnos, que ya hay confianza. No creo haber pasado tanto tiempo al telĂ©fono como con usted. (Ambos se rĂ­en).

    – ¡Yo siempre digo que la tarifa plana es el mejor invento despuĂ©s de los libros! Bueno, la verdad sea dicha, a mĂ­ casi todo me parece “el mejor invento”. (Vuelven a reĂ­r). Pero mire, le he traĂ­do algunos de los libros… te he traĂ­do algunos de los libros de los que hablamos. Sobre la historia de la raza rubia gallega, aquĂ­ tienes una copia-original del “Reglamento Oficial de Libros GenealĂłgicos” de la DirecciĂłn General de GanaderĂ­a. De 1933 y todo lleno de comentarios…

    – Pero quĂ© maravilla, Aurelio. Esto es una joya.

    – SĂ­, mira, se ve que Mercedes hizo una copia del reglamento y lo llenĂł de notas en los márgenes. FĂ­jate en todo el control que habĂ­a ya en aquella Ă©poca… aquĂ­ habla Mercedes de cuando se compraba en las lecherĂ­as y se hervĂ­a la leche en casa, de la pasteurizaciĂłn, del sistema UHT (que no llegĂł a España hasta 1964)…

    – Y que lo diga, Aurelio, para que ahora lleguen y nos digan que la leche cruda es lo mejor. (Aurelio se lleva la mano a la cabeza y hace un gesto de “no me lo puedo creer”). ÂżY este libro?

    – Ah, este es de 1984. A Mercedes le dio por tirar del hilo para ver cĂłmo se instaurĂł la ganaderĂ­a en distintos paĂ­ses del sur de AmĂ©rica. Este es el primer tomo de la “Historia de la ganaderĂ­a en MĂ©xico”, de Pedro Saucedo. TambiĂ©n todo lleno de anotaciones.

    – QuĂ© maravilla. Mire esta nota: “Buscar más informaciĂłn sobre estadĂ­sticas que relacionen ganaderĂ­a, salud y educaciĂłn. ¡Debe estar relacionado y nos queda tanto por aprender!”.

    – SĂ­, mi Mercedes siempre tan curiosa. Tan inquieta. ¡Mire, ya llega RocĂ­o!

    – ÂżRocĂ­o?

    – Ay, he olvidado mencionarte que, casualmente, habĂ©is decidido venir a verme el mismo dĂ­a. ¡RocĂ­o es la chica de la que le hablĂ©! (Ambos se levantan para ayudar a entrar a RocĂ­o, que entra con su bastĂłn).

    – ¡RocĂ­o, cĂłmo estás!

    – Buenas tardes, soy RubĂ©n.

    – ¡Vaya, no me habĂ­a dicho que iba a estar acompañado, Aurelio!

    – Venga, siĂ©ntese con nosotros… ¡y hemos decidido tutearnos todos, hale! (Se sientan los tres mientras se rĂ­en).

    – ÂżA ti tambiĂ©n te ha contado historias fantásticas por telĂ©fono? -pregunta RubĂ©n-.

    – Y tanto, no miento si digo que me ha hecho pasar las mejores horas de mi vida viajando sin moverme del sillĂłn. Aurelio, deberĂ­a usted escribir un libro con todas las historias que nos cuenta de Mercedes.

    – Pues mirad, para eso en parte os quiero liar: quiero que lo hagáis vosotros dos.

    Se hace el silencio, solo suena la música de jazz de fondo. Hasta el chico que sirve los cafés mira hacia el grupo, interrogante.

    – ÂżCĂłmo dice? – pregunta RocĂ­o estupefacta-.

    – A ver, RocĂ­o, RubĂ©n: ambos tenĂ©is una capacidad especial para escuchar. Os dejáis embarcar y viajáis conmigo. Yo ya soy mayor para ponerme a escribir, pero lo que es hablar… ¡Bueno, ya lo sabĂ©is! Además: quiero que el libro se haga en braille. Tengo unos ahorros que creo que darán para pagar todo el proceso.

    Durante casi un minuto vuelve a oírse solo jazz. Rubén se ruboriza. Rocío sonríe. Aurelio los mira sucesivamente, expectante, esperando una respuesta.

    – Mire, Aurelio –empieza RocĂ­o-. Como sabe estoy buscando tema para mi tesis. DespuĂ©s de todo lo que me ha contado creo que ya sĂ© sobre quiĂ©n la harĂ©. Le propongo hacer una tesis sobre Mercedes y sobre toda su investigaciĂłn histĂłrica. Aunque lo que ella hizo da para mucho más que una tesis.

    – ¡Eso serĂ­a fabuloso! ¡Ay, RocĂ­o, quĂ© alegrĂ­a me das! (La abraza sentado, mientras RubĂ©n se ruboriza).

    – Yo no sĂ© muy bien para quĂ© puedo servir en este proyecto.

    – RubĂ©n, ÂżtĂş me ayudarĂ­as en la digitalizaciĂłn? Son muchos libros y anotaciones, y serán difĂ­ciles de interpretar por mis programas de ordenador. NecesitarĂ© a alguien que me eche una mano.

    – Pero tendremos que pasar tiempo juntos, yo tengo mi finca de rubias en Coruña y… -RocĂ­o interrumpe-.

    – Ya lo habĂ­a pensado, puedo hacer parte de los cursos de doctorado en Santiago de Compostela. De hecho, tengo allĂ­ facilidades con unos amigos y…

    Cuatro años después, suena el teléfono en casa de Aurelio.

    – ÂżSĂ­, dĂ­game?

    – ¡Aurelio, tiene usted que venir, tiene que venir pero ya!

    – ¡Ay, pero cĂłmo me avisáis tan tarde!

    – ¡Es que entre las vacas y la tesis no nos da la vida, Aurelio!

    – ¡Lo sĂ©, lo sĂ©! Ahora mismo cojo un autobĂşs, luego te mando un whatsap y te digo dĂłnde recogerme.

    – ¡Dese prisa!

    Aurelio me agarra y me mete en una bolsa de viaje. Coge una foto de Mercedes, algo de ropa, coge a Paco para dejarlo con la vecina, mira la casa y sale sin mirar atrás.

    En el Hospital de Santiago de Compostela está Rocío, agotada, sonriente, abrazando a una bebé. Entra Aurelio, emocionado, y detrás, sin aliento, Rubén, que acaba de aparcar el coche tras recoger a Aurelio.

    – ÂżCĂłmo estás?

    – Muy cansada. Pero quĂ© bien huelen los bebĂ©s… ¡y cĂłmo chupan!

    – QuĂ© preciosidad de niña, RocĂ­o. ¡Tiene los hoyuelos de RubĂ©n! (RubĂ©n se ruboriza).

    – Por supuesto, ya sabes cĂłmo se llamará, Âżverdad?

    Aurelio está de pie, junto a la cama. Los mira a los dos y no puede evitar empezar a llorar.

    La pequeña Mercedes suspira satisfecha. En dos meses Rocío defenderá su tesis sobre la persona que les ha unido. La vida da muchas vueltas. Las familias se crean de formas extrañas. Esta empezó con un listín telefónico anticuado y un teléfono.

     

  • Y, sin embargo, tan joven…

    SN1979C_in_M100Brrrr… Hoy tengo un apetito voraz… Es curioso. Hace unos años no comía tanto. Estaré “gestando algo”. Jeje… el desayuno es la comida más importante. Siempre lo han dicho. Aunque yo no tengo mucho problema con eso: cualquier hora es buena para comer. Para engordar. ¿Engordar? Bueno, eso habría que discutirlo -¿dónde habré dejado los cubiertos?-.

    ¿Acaso engorda un agujero negro? Porque si se trata de acumular gran cantidad de masa en un espacio muy compacto… engordar, engordar, lo que se dice engordar… Pero, ¡por toda la materia oscura, qué hambre más grande tengo! Me voy a colocar la servilleta al cuello que luego me pongo perdidito…

    En realidad eso de comer no me había gustado tanto hasta ahora. Antes, en mi vida pasada (anda que… ¡¿lo tengo que explicar todo?!)… Antes yo era una estrellota, una estrella masiva. Las hay enormes, mucho mayores, pedazos de estrellas que, se supone, pueden alcanzar hasta 300 veces el tamaño de la estrellita esa que os alumbra. Pero esas tan gordas viven la vida loca, porque son tan grandes que lo bueno les dura poco… las pobres… ¡Boom!

    Bueno, volviendo a mĂ­, (que soy el centro de esta conversaciĂłn unilateral) no es que yo fuera un monstruo, pero vamos, con unas veinte veces la masa del Sol, grande era.

    Hasta que pegué el reventón.

    Hijos, qué le voy a hacer. La materia evoluciona. Y a mí me toco pasar de ser estrella masiva a ser un agujero negro. Podría haber acabado como una estrella de neutrones, pero no… Me tomaba un par de planetoides de tapa. Pero, por todos los asteroides, ¡qué apetito tengo! Mira, yo no sé si lo que está orbitándome por ahí (lo veo por el rabillo del ojo) es mi estrella compañera o son restos de la explosión, ¡pero que no se acerque que me lo trago! El salero… ¿dónde está el salero?

    Tengo que reconocer que, tras el estallido, he sufrido una ligera pérdida de memoria… Hay muchos datos de mi vida pasada que no recuerdo ni por asomo… Tampoco es que me preocupe mucho. Me han llamado de todo, pero desde luego el último nombre es de lo más curioso: SN1979C. Como si yo no supiera cómo me llamo… -pues la verdad es que no me acuerdo…-

    No es que tenga problemas de personalidad… Ni de doble personalidad… Es que, aunque parezca que tengo una larga vida a mis espaldas no paran de decirme que soy un chaval. Tan viejo… y sin embargo tan joven.

     

    Inspirado en la noticia del diario El País “Un joven agujero negro en nuestro vecindario cósmico”, por A.R./Madrid

    Enlace a fuente de la imagen.

     

    Versión sonora del cuento «Y sin embargo, tan joven» en ivoox:

    Música de la introducción: Lee Rosevere, tema “Planet F” del álbum “Trappist 1”. Bajo licencia Creative Commons. Música del cuento “Y sin embargo, tan joven”: Podington Bear, tema “A1 Rogue”, del álbum “Brooding”. Bajo licencia Creative commons

  • La mensajera

    Representación artística de la sonda MESSENGER en órbita de Mercurio. Crédito: NASA
    Representación artística de la sonda MESSENGER en órbita de Mercurio. Crédito: NASA

    18/03/2011

    Para vosotros soy gris o sepia. Las fotografías que llegaron en los setenta del pasado siglo os dan una imagen de mí que estaba incompleta. Era como si me hubiesen puesto una tirita enorme y, al arrancarla, se hubiese llevado toda la piel… Eso fue porque la Mariner 10 no tomó imágenes de toda mi superficie. Me sobrevoló tres veces y para mí fue todo un acontecimiento. Al principio me asusté. Mis capas superiores han sido testigo de bastantes choques y no me apetecía uno más; de hecho, tengo una colección de cráteres de lo más variado…

    Pero Mariner sólo quería “hacerme un reportaje”. Cuando se fue me quedé un poco triste… ahora está orbitando el Sol, apagada (qué contradicción, apagada frente a una ardiente estrella). Se quedó sin combustible y viaja a la deriva. Es casi como si hubiera muerto.

    Luego se acercaron otros y me hicieron fotos más completas.

    Ya saben quién soy, ¿verdad? Soy el lunar que le sale al Sol cuando paso entre él y la Tierra. Una manchita bien definida. Al ser el más pequeño del Sistema Solar todo me parece enorme (soy sólo un poco más grande que su Luna). Pero no por ser el más pequeño soy menos denso, qué va. Y mi temperatura supera la de la Tierra cuatro veces… ¡estoy que ardo y soy un pesado! Además de lento, porque a mí un día solar me dura el equivalente a 176 días terrestres. Me gusta ir despacito.

    Tengo un campo magnético bastante fuerte que genera mucho interés. Y el hecho de ser tan denso puede deberse a tanto choque. Al estrellarse contra mí, es posible que “pelaran” mis capas superiores y que mi núcleo esté muy cerca de mi superficie. Dicen que puede ser principalmente de hierro.

    Pero dejemos de hablar de mĂ­.

    Hoy el tema candente es mi nuevo invitado, una visita esperada desde hace casi siete años. Es el tiempo que ha tardado en llegar desde su lanzamiento en la Tierra. Tal vez, observándome más de cerca puedan desentrañar más cosas, conocerme mejor. Por eso me han enviado a la Mensajera, la Messenger. Estoy tan contento de estar de nuevo acompañado… Claro, ustedes tienen la Luna, pero yo carezco de satélites naturales, así que un poco de compañía me viene bien.

    Nunca me habían orbitado así. Es normal que se quede a una distancia prudencial, lo sé. Demasiadas radiaciones. Demasiado calor. Pero algo es algo.

    ¿Cómo habrá sido ese viaje de la Messenger a través del interior del Sistema Solar? ¿Qué podrá contarme de Venus? ¿De los 4.900 millones de kilómetros que ha recorrido desde que saliera lanzada en un cohete Delta II el 3 de agosto de 2004? Menuda experiencia…

    Estoy deseando que despierte… Ahora mismo está dormida. En unos días sus instrumentos se irán poniendo en marcha, poco a poco, y se pondrán a trabajar. Yo seré el protagonista de esas observaciones.

    Soy Mercurio, el planeta más pequeño del Sistema Solar. Encantado de conocerles (otra vez).

     
    Inspirado en la noticia del diario El PaĂ­s: Una nave llega por primera vez a la Ăłrbita de Mercurio, por Malene Ruiz de Elvira (Madrid, 22/03/2011). Publicado en CreativaCanaria el 28/03/2011.

    30/04/2015

    Hoy mi superficie, como me temía, ha sufrido un nuevo impacto. Me he fundido con mi amiga, la mensajera. Tras cuatro años he visto cómo se precipitaba sobre mi suelo y se hacía añicos. Ahora somos un solo objeto con mil historias que contar.