Jack

Guante de lana.Nunca sabremos de dónde vino, sólo que lo compraron en una tienda por tres euros. Al par. A los dos. Por tanto, a euro y medio cada uno. Al contrario de lo que pueda pensar la gente, dos guantes no tienen por qué llevarse bien. Ni siquiera tienen que conocerse. Pueden pasarse la vida sin hablarse. Es muy triste, sí. Pero es así.

Nadie comprende cómo, habiendo estado juntos tanto tiempo (fabricación, almacenaje, transporte, exposición, adquisición, uso y, fuera de temporada, cajón de la derecha) tienen esa tendencia tan peculiar a permanecer como entes autónomos manteniéndose a la defensiva y evitando entablar relaciones profundas entre ellos. Tal vez lo vean como algo antinatural. Pero ¿qué puede ser lo natural en la vida de un par de guantes?

Yo tengo una teoría. Jack sabía que, tarde o temprano, iba a pasarle lo que le pasó. Nos pasa a todos. Y, para evitarse disgustos, se dejó llevar por su tendencia natural al ostracismo (o, en este caso, al “guantecismo”).

Aquel día ocurrió lo que todos tememos que nos ocurra alguna vez: se perdió.

«No entiendo cómo le has dicho que sí, después de todas las conversaciones que hemos tenido sobre este asunto –María (pues así se llamaba la joven, aunque Jack no lo supiera) se sentó en el banco del metro, quitándose el gorro y sus propios guantes, sin ver que, en el respaldo, reposaba Jack-. ¿Pero no ves que te está engañando? No… No, cariño… No se trata de dinero. Pero si ya lo hemos hablado. Es tu dignidad, ¿no te das cuenta? ¡Así es como se desprestigia una profesión! Pues… pues ya nos arreglaremos. Ya… Ya sé que lo estás pasando mal… ¿Crees que yo no? No es… -se acerca, inexorable, el metro, y María se levanta y se aleja-«.

Jack se queda perplejo. Señala en su mente lanuda las palabras nuevas que ha escuchado: “engañando”, “dinero” y “dignidad”. Empieza a darle vueltas a las posibles combinaciones de letras de palabras cuyo significado no acaba de entender. Porque Jack es un guante pequeño, como de mano de cinco años, y hay cosas a las que aún no ha tenido acceso. Aunque avispado (sin aguijones), Jack es aún joven para discernir ciertas cosas.

Hay mucha gente yendo y viniendo y pocos se sientan en el banco del metro. Lo que más extraña a Jack es que pocos hablan. Leen, miran sus teléfonos móviles, hablan por teléfono… Jack está demasiado acostumbrado a una niña de cinco años que habla por los codos, habla de todo y con todos. Por eso le extraña. A Jack le gusta escuchar y ahora le resulta difícil. Sólo oye retazos, palabras sueltas, murmullos.

Es curioso… Jack no está asustado. Tiene la sensación de que esto forma parte de su trayectoria vital. La vida de un guante de lana de mano pequeña implica perderse. Puede que esa sea su última etapa. Si nadie le ve utilidad, si nadie lo coge, si nadie…

Ahora se ha espaciado el tiempo entre metro y metro y se empiezan a sentar personas. Si no se conocen, no hablan. Eso Jack no lo comprende. Si puedes hablar, deberías intentar hacerlo con los desconocidos. A los conocidos ya se lo has contado todo, ¿no? Tal vez por eso, en la genética de un guante, esté definido el no hacer buenas migas con tu reflejo especular, con tu guante opuesto… aunque a mí me sigue pareciendo una actitud muy, pero que muy rara.

“Esa discusión no me interesa –se sienta una pareja mayor- porque es algo que hemos hablado un millón de veces y siempre llegamos, agotados, a la misma conclusión”. Ella tiene el pelo blanco, tirando a ese azul extraño que llevan algunas abuelas, fruto de una libre interpretación, en las peluquerías, de qué color proporciona mayor presencia a una dama entrada en años. Él está un poco calvo, y el pelo que le queda es gris. Se toca el cuello antes de replicar: “Ya sé que siempre acabamos en tablas, no se trata de convencer a nadie de nada. Y tampoco es una discusión, es una conversación. ¿No podemos hablar de este tema sin sentirnos… agredidos?”. Ella lo mira, sorprendida, y se levanta cuando ve que falta un minuto para el siguiente metro. “No sólo eres testarudo, también eres ingenuo. Y la combinación de las dos cosas te hace ser encantador, pero también pesado. Eres un cansino”. Él se levanta tras ella y ambos entran en el metro, despacito, de la mano. Cuando se cierran las puertas, Jack ve cómo se besan.

Jack sigue ahí cuando se apagan las luces. Ha pasado mucha gente hoy por el metro. Perderse y que te coloquen sobre el respaldo de un banco tiene su encanto. Ha aprendido palabras nuevas. “Conclusión”, “agredidos”, “ingenuo”. “Cansino” ya se la sabía. Y sigue mascullando mentalmente las nuevas palabras, que ya forman parte de su acervo guantil.

Al día siguiente, Marta hace el mismo trayecto que el día anterior. Hoy no ha llevado a la peque a la escuela, le tocada a Alberto, que le ha mandado un whatsapp por si sabe dónde está el guante que le falta. “Vaya, pues igual se le ha perdido. No le gusta que se los ate…”. “Bueno, no pasa nada –escribe Alberto-. Creo que debo tener algunos viejos míos por ahí que guardó mi padre, ya sabes que lo guarda todo. :)”. En ese preciso instante Marta pasa junto al banco donde está el guante. Jack la reconoce. Marta va mirando el móvil…

Y pasa de largo.