
Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una caja azul metida en un trastero. Era una caja de cartĂłn que no podĂa contarnos mucho porque habĂa prometido guardar el secreto de su existencia y de su presencia en el lugar donde empieza este cuento. Y asĂ es como dejamos que la historia se cuente sola…
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TenĂa doce años cuando se enfrentĂł a aquel reto.
Era pequeña, de dientes algo torcidos y pecas mal repartidas. Negros ojos, vivos y grandes, tal vez demasiado grandes. Un pelo rebelde, ni rizado ni lacio, siempre en un intento de recogido en forma de trenza o coleta. Tan delgada que toda la ropa le quedaba grande. Ni asomo de femineidad, lo cual la mantenĂa en un vilo constante, ya que la preadolescencia no perdona y las hormonas, crueles, hacĂan de las suyas, pero no de un modo visible.
Berta.
Además se llamaba Berta.
ÂżPor quĂ© no la habĂan llamado Laia, como su madre?
Érase una vez que se era, como todas las cosas que existen y existirán, una chica que se dedicaba a escribir cuentos en sus ratos libres (que eran pocos). Era Ă©sta una chica animosa, de grandes ojos y manos ágiles, como pequeñas alas que se deslizaban sobre el teclado acariciando las teclas, que pulsaba, a veces suavemente, a veces con más energĂa, todo con el fin de que sus pensamientos no quedaran atascados en su mente, con la intenciĂłn de sacar de su cabeza todas aquellas ideas de lo más profundo de su ser… bueno, ella sabĂa que salĂan gracias a las sinapsis de sus conexiones neuronales (porque Punset no paraba de repetirlo). Le gustaba mucho el mĂ©todo cientĂfico y deductivo y no dejaba que cualquier charlatán la embaucara con pulseras mágicas o leyendas urbanas. Cuando algo olĂa mal, por lo general es que era una patraña. TenĂa ella un sexto sentido para estas cosas…